domingo, 27 de octubre de 2013

El quijotismo del Pijoaparte: Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé


Manolo Reyes, el Pijoaparte, es un ratero del Carmelo que malvive robando motos y dando algún tirón de bolso de vez en cuando; es un golfo irritable y malhumorado con una potente necesidad de demostrar su dureza de carácter a cualquiera que se cruce en su camino. Manolo Reyes, el Pijoaparte, protagonista de Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, tiene un noviazgo de clandestina sexualidad y romanticismo pobre, aturdido, diluido, con Maruja, la sirvienta de los Serrat, padres de Teresa, una joven universitaria, burguesa, de esa izquierda lacia y casi impostada que coquetea con los ideales vacíos y las consignas estúpidas. Manolo y Teresa, después de que Maruja tenga un accidente que la deja en coma, comienzan una relación revestida de un romanticismo idealizado e ignorante que arrastrará al Pijoaparte a una caída estrepitosa.

La prosa de Juan Marsé es fascinante. La arquitectura de la novela, aun no siendo tan elaborada como en la posterior Si te dicen que caí, nos deja asombrados en más de una ocasión. La ironía es inteligente, muy cuidada, y le sirve al escritor para arremeter contra todos los personajes de la obra y el mundo que los rodea con una sutileza que nos obliga a leer atentamente entre líneas; de ahí que sea capaz de imitar el estilo de las novelas sentimentales en los momentos románticos entre Manolo y Teresa y nos demos cuenta de que, aunque parezca que va en serio, la situación es de alguna forma risible. Pero no voy a detenerme en estas cuestiones técnicas.

El Pijoaparte es un Quijote de barrio bajo, de arrabal. Ya de niño, cuando conoce a los Moreau, familia francesa con roulotte de vacaciones en Ronda, su imaginación lo lleva por los caminos de la fantasía; esa fantasía, al ponerse en marcha, provoca que la mente de Manolo invente una serie de acontecimientos, una película de cómo podría ser el futuro, una ficción que no llegará a desarrollarse nunca. El Pijoaparte imagina ser un caballero, un héroe, que salva a la chica y la devuelve a su padre sana y salva y que, como héroe que es, recibe como recompensa el amor de la joven. Desgraciadamente para él, eso es sólo el juego loco de su mente exaltada; el Pijoaparte es un chorizo, un muerto de hambre, y lo único que sacará de su imaginación es la caída en un bucle del que no podrá salir.

Quijotismo también lo vemos en Teresa Serrat y en sus compañeros de universidad, los niños bien que juegan a las revoluciones, a la radical clandestinidad; pero su quijotismo es diferente al de Manolo: no nace de un fantasioso torrente mental sino de una abúlica ignorancia, un aburrimiento de clase alta, una pueril rebeldía contra el propio origen que se esfumará con la edad adulta o con la autodestrucción, como ocurrirá al impotente Luis Trías, que pasará de héroe revolucionario a alcohólico acabado en dos tristes años. Sin embargo, pronto aprenderemos que su punto de vista reivindicativo, sus protestas, sus manifestaciones y sus lecturas subversivas responden a una juvenil necesidad sexual y a una actividad hormonal que confunde el apetito del coito con la lucha de clases. La mirada crítica de Juan Marsé se centra especialmente en este mundillo estudiantil, lo que causó que, en su época y mucho después, la crítica creyese que el tema principal de la novela es el ataque a la alta burguesía catalana; que sí, existe, pero no es ni de lejos la intención principal del novelista, por mucho que nos diga de ellos que son unos «señoritos de mierda».

El juego está en el choque entre los dos mundos generado por la errónea percepción de la realidad del otro que tienen Manolo y Teresa. En este tema, eje central del libro, Marsé puede desplegar sus armas: crítica, sátira, ironía, y magistral labor arquitectónica y estructural. El trabajo formal, decía arriba, es envidiable. Cómo perciben los dos protagonistas el mundo, cómo razonan, cómo piensan, cómo se relacionan entre ellos, ahí está la gran labor de Marsé. Para el Pijoaparte, el mundo de Teresa, de la burguesía, es la salvación a su malvivir cotidiano, es su oportunidad de medrar; para Teresa, que cree que Manolo es un obrero, un trabajador, los ideales proletarios que ha aprendido en algún libro —recordemos: quijotismo— le harán concebir la figura del Pijoaparte como un héroe de la clase baja.

En esta confusión, Manolo está condenado de antemano. Como decíamos, no sabrá salir del lío en el que se mete porque ni siquiera sabrá que se ha metido en un lío. Hasta el último momento, cuando Maruja ya ha muerto, creerá que va a conseguir ascender en la pirámide social. Al morir la sirvienta, el padre de Teresa, que sospecha que hay una relación entre su hija y el joven del Carmelo, los separa. Desesperado, roba una moto para ir en busca de Teresa y, mientras conduce a toda velocidad, esquivando vehículos y recibiendo los insultos y los gritos de los demás conductores, su imaginación se pone en marcha y nos convertimos en espectadores de la realidad que el Pijoaparte desea para él y para Teresa cuando esté junto a ella pero que jamás podrá ser:

Sería todo igual a siempre excepto el rumor del mar (creciendo, amenazante). Avanzaría sigilosamente bajo los grandes eucaliptos del jardín, pisaría el lecho de hojas junto a la red metálica de la pista de tenis, se acercaría a la pared cubierta de hiedra, al pie de la terraza. Primer temblor orgiástico en las manos (tranquilo, chaval) al tantear la frondosa y esmaltada catarata verde bañada por la luna, las hojas frías y húmedas de la hiedra, mientras buscaba en su interior el oculto canalón y algún tallo lo bastante grueso para ayudarse a subir. […] Un parasol, una mesita y dos hamacas (una roja, la otra amarilla) bostezando frente a los cabrilleos del mar. La luna se deslizó con él, a su lado, ayudándole a abrirse paso a través de una insólita constelación de amenazas e insultos (rostros indignados y asombrados que se asomaban todavía a las ventanillas de los coches vociferando) mientras avanzaba hacia la puerta de cristales con celosías blancas del cuarto de Teresa. […] Empujó el cristal, que al ceder recogió parte de la terraza con las dos hamacas (¿por qué reflejaba también un lejanísimo faro de motocicleta?). […] y entonces Manolo cogió delicadamente esa mano entre las suyas al tiempo que hincaba la rodilla junto al lecho y una luz le cegaba (lo mismo que ante el segundo frenazo del maldito Seat, antes de llegar al puente, él fuera de la carretera y con el paso cerrado, la Ducati intacta —loado sea Dios— y en la ventanilla los rostros descompuestos del perro lobo, del tío y de la sobrina, en cuyas hermosas rodillas aún descansaba la mano peluda). Esto le hizo pensar que no debía andarse con chiquitas y desnudarse y meterese en la cama y abrazar a Teresa...

En esta fantasía pijoapartesca utiliza el narrador el condicional y el imperfecto de indicativo igual que hacen los niños cuando juegan a ser personas que no son; porque, no olvidemos, la imaginación de Manolo es infantil ya que la arrastra desde su encuentro con la hija de los Moreau. Al principio aún nos llegan las fugaces percepciones de lo que está ocurriendo en la carretera —ese rumor del mar amenazante es, como descubriremos, el sonido de las motocicletas de dos policías que se acercan a él—, pero poco a poco irán desapareciendo hasta que sólo quede lo que sucede en la mente del Pijoaparte. Después de este pasaje, sin llegar a acabar la película proyectada en el cerebro de Manolo, pasamos bruscamente a la realidad, con dos policías pidiéndole la documentación al ladrón de motocicletas. No ha podido llegar a Teresa y acabará en la cárcel. Cuando salga encontrará a Luis, ahora alcoholizado, y se enterará de que Teresa acabó por satisfacer su deseo sexual, perdiendo la virginidad que era la fuente de su impulso revolucionario, y se ha olvidado de él. Porque Manolo Reyes, el Pijoaparte, el Quijote del Carmelo, no puede, como el caballero manchego, vencer al prosaísmo de la realidad.

Como curiosidad, la escena que he citado me recordó muchísimo a uno de los mejores momentos de Dos tontos muy tontos:




(Edición utilizada: Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa, Barcelona, Debolsillo, 2002)

domingo, 13 de octubre de 2013

Los niños de la guerra en un cuento de Jesús Fernández Santos


Después de la Guerra Civil se produjo un cambio en la narrativa española. Ante una nueva realidad opresiva, censora y carente de libertades, un grupo de escritores decide representar la realidad en la novela, introduciendo en la narración la denuncia social, dando paso a lo que se ha dado por llamar «realismo social», género del que se pueden discutir seriamente sus premisas. El mayor problema de este tipo de novela reside en el hecho de que la introducción de la ideología política, sea del lado que sea, desequilibra la obra de arte; a mayor ideología, menor valor artístico. El resultado es una serie de novelas de, con algunas excepciones, escaso interés novelesco y narrativo; no son más que obras que responden a un momento histórico muy definido y delimitado, y, por consiguiente, al salir de ese momento pierden la intención, pobre o no, con la que fueron concebidas.

Existe un grupo de jóvenes escritores que comienzan a escribir en la posguerra, publicando sus primeras obras importantes a partir de la década de los 50. Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Benet, y otros tantos conformarán la llamada «generación de los 50» o «generación del medio siglo». Tienen todos ellos en común haber sido niños durante la guerra, su disconformidad ante una realidad educativa y cultural decadente —recordemos que todos ellos habían nacido cuando comenzó la República y, aunque eran aún niños de corta edad, hubo de llegarles, al menos, algún eco de cómo fue la cultura en la época entre dictaduras que fue de 1931 a 1936—, y que, casi en su totalidad, cultivaron una narrativa distinta a la corriente del realismo social: Aldecoa con El fulgor y la sangre y Con el viento solano; Ferlosio con El Jarama; Carmen Martín Gaite con Entre visillos... El único que se acercó al realismo social más al uso fue Jesús Fernández Santos en su novela Los bravos.


Josefina Aldecoa, mujer de Ignacio Aldecoa, habla en el prólogo a su antología Los niños de la guerra de lo que supuso para ellos el conflicto que comenzó en 1936 y cómo lo encararon:

Cuando sobrevino la catástrofe, maduramos de prisa. Los mayores bajaron la guardia. Acobardados o luchadores, se vieron obligados a hacer frente a momentos angustiosos. Nuestros padres olvidaron las normas, nos dejaron vivir. Se podía salir de casa sin grandes dificultades. Se podían escuchar las conversaciones sin que nadie se fijase en nuestra presencia. Se podía ir sucio. Los estudios pasaron a un lugar perdido y lejano. Se iba y se venía sin orden ni concierto, llevado por los acontecimientos. Se aprendía que la guerra, nuestra guerra, era una guerra de buenos y malos, como se pretende que sean todas las guerras, y nos aferrábamos fuertemente a los buenos que nuestros padres patrocinaban. Se podía llorar de miedo y reír de miedo. Se olvidaba la hora de ir a la cama, la hora de levantarse. Se comía lo que aparecía sobre la mesa, a cualquier hora. Se habían roto las rutinas internas de la vida familiar. Se habían abierto las puertas de la calle anárquica y variopinta. La gente huía, moría, amaba, odiaba, sufría, luchaba por sobrevivir. Porque nosotros éramos la retaguardia. La vida familiar desvió su atención del orden doméstico para fijarla en lo que sucedía en la calle. Y los niños salieron de sus protegidos rincones y se sintieron libres e independientes entre los miedos y las ruinas.

Este ambiente bélico contemplado desde la mirada inocente de un niño lo recoge Jesús Fernández Santos en su cuento «El primo Rafael», aparecido en Cabeza rapada y recogido por Josefina en su antología, donde se narra la historia de un niño llamado Julio y su primo, Rafael, al llegar las tropas franquistas a la meseta madrileña que fue hogar del propio Fernández Santos en su infancia. Al convertirse el lugar «en frente», palabra que parece reptar amenazante entre los personajes del cuento, comienza una caravana de refugiados que llevará a los dos niños, junto a sus familias, a Segovia, huyendo, sin conseguirlo, de un conflicto armado que lo destruye todo.


Al iniciarse el cuento, el escritor establece el contraste entre los dos niños; contraste entre la sensibilidad de Julio y la inconsciencia de Rafael. El primero se enfrentará, llevado de la mano del segundo, a la crueldad de la guerra, a lo absurdo del conflicto y la macabra presencia de la muerte. Pasaremos de una incomprensión de la guerra, que es al principio «sólo un rumor, un fuego, una nube plomiza que surgía de entre los pinos», a la certidumbre, al descubrimiento, tras el hallazgo del cadáver calcinado de un soldado: «Lo recordaba bien. Recordaba las piernas intactas, sin quemar, y las botas retorcidas, abiertas».

A lo largo de todo el cuento, el ansia de aventura de Rafael arrastrará a Julio, mostrándole la cruda realidad, alejándolo del espacio seguro de la inocencia infantil. Para Rafael será más sencillo porque en todo momento seguirá adornando lo que está ocurriendo como si fuese un juego infantil, pero la conciencia de Julio irá despertándose poco a poco a medida que la guerra vaya penetrando más en su vida.

Al final, después de haber sido atropellado por un camión de las tropas falangistas, Rafael morirá. La muerte, tan cercana en este caso, acaba de arrancar a Julio de los brazos de la inocencia. Ya no queda más remedio, como dice Josefina Aldecoa, que madurar; la infancia tiene que quedar atrás y ya no podrá volver nunca más. Todo recuerdo del pasado pertenece ahora al olvido:

Al día siguiente, sin embargo, todo había vuelto a su cauce y las hermanas a sus secretos. Fue por fin al colegio. No recordó más la historia de las válvulas. Los tapones que guardaba en el cajón de su pupitre le parecían inútiles, tan muertos como el primo, y cuando en Navidad marchó la familia a Salamanca, quedaron olvidados, como Rafael, como la prima Mercedes, como los días de libertad pasados en Segovia.

Lo único que le queda a Julio es el vacío, la inutilidad, el olvido. Ese concienciar al personaje a partir de la muerte, la ducha fría de realidad, es un elemento común a todos los miembros de la generación. En El fulgor y la sangre, Aldecoa termina la historia con la llegada de un cadáver a una casa cuartel de la Guardia Civil en la que no ha ocurrido nada hasta ahora. Uno de los niños, el mayor de todos, hijo de un guardia, pasa, tras la contemplación del muerto, al mundo de los adultos. En El cuarto de atrás, la protagonista se enfrenta a la realidad después de contemplar a su padre mirar absorto los restos de su Pontiac negro último modelo. Porque la pérdida, el poco tener y menos esperar, el porvenir que no acaba de llegar, son todos constantes de este joven y genial grupo de escritores, y en todos ellos, quien más, quien menos, aparece esa extrañeza kafkiana ante una realidad que lo aliena a uno, que lo asfixia lentamente, en la que no queda lugar para los juegos infantiles. La crueldad de la vida siempre acecha.

(Edición utilizada: Josefina R. Aldecoa (ed.), Los niños de la guerra. Selección, prólogo, semblanzas, biografías y comentarios de Josefina Rodríguez Aldecoa, Madrid, Anaya, 1983)

domingo, 6 de octubre de 2013

Carmen Martín Gaite y los retales de vida: Irse de casa


En Irse de casa, de Carmen Martín Gaite, Amparo Miranda, exitosa diseñadora de ropa que trabaja y vive en Nueva York, regresa a España, a la ciudad de provincias donde vivió en su juventud, con el guión cinematográfico que su hijo Jeremy, aspirante a cineasta, escribió. El cine, recordemos, fue muy importante para los miembros de la generación de Carmen Martín Gaite, y aquí no es únicamente un recurso argumental; incide en la narración durante toda la obra, marcando el ritmo, ordenando la estructura en planos y secuencias y moviendo el objetivo de un lado para otro, de personaje en personaje. Lo que es más, la propia profesión de Amparo también parece influir sobre la estructura, ya que el conjunto de la novela es una tela compuesta con muy diferentes (¿o no?) retales de vida, unidos con un hilo de melancolía común a todos los personajes.

Cada uno de los retales corresponde a la visión de un personaje. Aunque Amparo es la protagonista, enseguida se convierte, como ocurre con todos los demás, en observadora y, a la vez, observada. En cuanto llega a la ciudad de provincia —cuyo nombre nunca llegamos a conocer—, se diluye en el espacio y se convierte en una más. El protagonista coral que tiene esta Irse de casa otorga a la obra un multiperspectivismo que la aleja del realismo más tradicional —y mejor será no preguntarnos aquí qué podemos entender por «realismo», porque no nos aclararíamos—. No interesa a Martín Gaite hacer una descripción de unos espacios, de unos usos y costumbres; ni siquiera describe al coro de personajes, sino que deja que, con sus acciones, sean ellos los que se definan ante el lector. Eso es lo que importa: el constante fluir de unas vidas, con sus miserias, sus remordimientos y sus sueños rotos. El lector, que siempre ha de estar atento, tiene que recoger los fragmentos y componer el fresco, reconstruir la vida humana que, bien sea por exceso de uso o por total abandono, se ha resquebrajado y se ha derramado por un espacio vacío, nostálgico y asfixiante.




Es tan importante lo que ocurre en el interior de los personajes, lo que piensan, lo que sienten, que el narrador se aparta constantemente para dejar que sean ellos los que se expresen, dando lugar a una mezcla de narración, monólogos interiores y diálogos, contribuyendo a ese diluir de vida que es el atractivo principal de la novela. Los personajes se relacionan por dentro y por fuera, física y espiritualmente, y, pese a avanzar en diferentes direcciones, o precisamente por eso, sus vidas se entrecruzan, no pudiendo volver a separarse, unidas por un férreo vínculo que desafía al tiempo y al espacio.

Es necesario hablar del título de la obra. Todos los personajes se hallan inmersos en una búsqueda personal de una nueva vida, y para ello han de «irse de casa». Esto los conduce a la frustración y a la desesperación puesto que nadie puede abandonar esa casa. Mientras deambulan por la ciudad, todo cuanto les rodea activará los resortes de la memoria, avivando recuerdos, pesares y remordimientos. El porvenir no existe y el presente es una losa de infelicidad; por consiguiente, el único alivio de Amparo y los demás es el olvido. Desgraciadamente, pronto aprenderemos —los personajes y nosotros, los lectores— que es necesario enfrentarse a los años que han quedado atrás; es inútil darle la espalda al pasado. Amparo, la Amparo niña que se asoma de vez en cuando en diversos pasajes del libro, es consciente de que tiene que abandonar los recodos del pasado, las grietas de los recuerdos. La vida es posible mientras ocurra junto a la de los demás; no puede ser solamente el monólogo de un guión cinematográfico. Fluimos todos como fluyen nuestras vidas: desbordándonos, avanzando hacia los demás, y nadie puede escapar a eso. Nunca llegamos a irnos de casa porque la casa está donde hay vida, donde hay recuerdos.


(Edición utilizada: Carmen Martín Gaite, Irse de casa, Barcelona, Anagrama, 1998)

domingo, 22 de septiembre de 2013

El viaje de Charles Baudelaire


Se suele decir que Las flores del mal, la gran obra maestra de Charles Baudelaire, es la Divina comedia de la modernidad, y el apelativo no es para nada baladí. En Dante tenemos un viaje simbólico-alegórico de descenso y posterior ascenso físico y espiritual; Baudelaire también realiza un viaje al fondo de su alma, tan profundo que acaba siendo un descenso al alma de todos los hombres, pero de forma inversa. Será un viaje que comenzará en la vaga posibilidad de un Paraíso que debería estar en la Belleza, pasando por el Purgatorio que representan para el poeta las calles de París, reflejo de su alma, y terminando en el Infierno de la decadencia, la enfermedad y la muerte. Dios está ausente y seguirá así durante la segunda mitad del siglo XIX y toda la posmodernidad, en la que nos encontramos nosotros. Recordemos que para Rimbaud el cielo era de color marrón de tantas veces que se había cagado en Dios —«meo hacia el pardo cielo, alto, alto, tan lejos...»—; el color azul aparece, como en Mallarmé, roto, fragmentado y desperdigado, como rota y fragmentada está la esperanza.

Cuando Baudelaire publica Las flores del mal, en 1857, el Romanticismo ya está dando sus últimos coletazos —aunque lo romántico ha llegado hasta nuestros días—. En su generación se produce un malestar moral, social y existencial que Chateaubriand había llamado «el mal del siglo»: por una parte, se había creído que el Progreso, una de las promesas de la Revolución, debía haber engendrado la felicidad en el pueblo —léase Los miserables, de Victor Hugo—, pero no fue así, puesto que la burguesía se hizo con las ruinas del Antiguo Régimen y sobre ellas construyó el imperio del capitalismo; por otra parte, la ciencia vino a sustituir a la religión, y con ello desmitificó el mundo. El hombre no se había sentido tan solo y desamparado en el universo desde el Barroco. De la crisis espiritual resultante nacerá el marginado, que puede ser un mártir que encarnará la moral perdida, como Jean Valjean, o un rebelde byroniano que decida apartarse de la sociedad que no comprende y que no lo comprende. El desprecio por el presente lleva a una inevitable huida al pasado o a uno de los paraísos artificiales.


¿Huye Baudelaire? Fijémonos primero en las etapas del viaje que realiza en Las flores del mal: la primera sección del poemario, titulada «Spleen e Ideal», tiene todavía la esperanza de poder alcanzar la Belleza, que es lo único que debería poder permitir al poeta abandonar el spleen, el hastío, el tedio vital que lo encadena y le arrebata la felicidad. Baudelaire intenta escapar a los brazos de una mujer que termina siendo un vampiro que le absorberá la vitalidad; el tiempo será el gran devorador del poeta, lo que no deja de ser significativo si tenemos en consideración que tanto Baudelaire como Jeanne Duval, la mujer a la que más poemas dedicó en Las flores del mal, murieron de sífilis, y probablemente uno se lo contagió al otro. Siendo una enfermedad degenerativa, no es de extrañar que el tiempo y la mujer sean para el escritor los devoradores de su cuerpo y su alma. Esta sección del libro termina con hastío, y Baudelaire volverá su mirada hacia las calles de París: los «Cuadros parisinos» son una representación física de lo que el escritor llevaba dentro en «Spleen e Ideal». La realidad llega para impedir que el poeta, como el albatros de la primera sección, pueda volar, y tendrá que arrastrar su plumaje por el fango.


Llegamos a la tercera sección, «El vino», y avanzamos hacia el camino del paraíso artificial. Ya hemos visto que la mujer no sirve para escapar del hastío; todo lo contrario: nos hace caer más todavía. Lo mismo ocurre con el vino, que permite evadirse pero también es portador de decadencia. Esa decadencia estará presente en la cuarta sección, «Las flores del mal», en las que el vicio más destructivo permitirá al poeta hacer frente al hastío pero lo volverá más decadente. La realidad vence a Baudelaire, el Ideal muere y sólo queda escupir sobre él. En «Rebelión», la quinta sección, el escritor sigue el camino de la rebelión y el satanismo más típicamente románticos.

Después de haber recorrido todo este camino, Baudelaire está atrapado en un Infierno sin ningún Virgilio que lo acompañe. Beatriz, como ya veíamos, no existe; la única mujer en el mundo de Baudelaire es Lilith, la mujer vampiro que lo arrastra por el fango. Nada de lo que él conocía puede acabar con el spleen; por consiguiente, el poeta ha de llegar hasta el fondo del averno, a la última sección del poemario: «La muerte». La muerte no es solamente el único remedio frente al hastío; es, además, la única forma de que exista el amor. Por lo tanto, Baudelaire aúna el Eros y el Tánatos, indicando que es el paso necesario para poder alcanzar el Ideal. En las últimas estrofas del último poema de Las flores del mal (llamado «El viaje», muy significativamente), el escritor nos da la clave de todo el poemario:

¡Oh Muerte! ¡Oh capitana! ¡Tiempo es ya! ¡Alzad el ancla!
Nos hastía esta tierra, ¡oh Muerte! ¡Aparejemos!
¡Si son negros los cielos y la mar cual la tinta,
nuestros pechos ya sabes que están llenos de rayos!

¡Viértenos tu veneno y que él nos reconforte!
Queremos, tanto el fuego los cerebros nos quema,
en el abismo hundirnos, ¿Cielo, Infierno, qué importa?
¡Al fondo de lo Ignoto para encontrar lo nuevo!

El hastío, como el tiempo y la decadencia, es el rayo del pecho y el fuego del cerebro, consumiendo al poeta hasta hacerlo querer hundirse en el abismo. El cielo ya no es azul, como tampoco lo es el mar, y es preferible diluirse en la nada que seguir sufriendo una realidad desprovista de esperanza y felicidad. Es preciso recordar aquí la siguiente rima de Bécquer:

¿De dónde vengo...? El más horrible y áspero
de los senderos busca
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura,
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.

¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas.
En donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.

La estructura del poema es muy sencilla: dos estrofas, una hablando de la vida y la otra de la muerte. Hay que observar que la pregunta de la primera estrofa va acompañada de unos puntos suspensivos, denotando duda, y la segunda no, lo que parece significar que para Bécquer el origen no es seguro pero el destino sí, porque nadie puede escapar de la muerte, que es, a la larga, lo único seguro en la vida del hombre. Lo que es más importante, que es a donde quiero llegar, es que las palabras de la primera estrofa, las de la vida, son mucho más negativas que las de la segunda, las de la muerte: la aspereza del sendero, los pies ensangrentados y las zarzas agudas que llevan a la cuna del poeta no pueden dejar de recordarnos al tiempo devorador de Las flores del mal.

Aunque pueda parecer que el final de «El viaje» sea optimista, no tenemos que dejarnos engañar. El viaje de Dante termina cuando, acompañado de Beatriz, llega a Dios; el de Jean Valjean termina igual, pero acompañado del Amor que lo arrancó de las garras del odio de la sociedad. El viaje de Charles Baudelaire termina en un descenso hacia lo Ignoto, lo Desconocido. Dios ha abandonado al hombre —«Dios ha muerto», que dirá Nietzsche—, y en su lugar sólo queda la Nada. Lo nuevo no es la salvación entendida a la manera tradicional; es, simplemente, la alternativa al hastío. Frente al tedio, cualquier cosa es buena, sea el Cielo, sea el Infierno, sea la Nada. La muerte es preferible a la vida, que no ha podido aportar nada al poeta en todo su peregrinaje. Baudelaire buscó el Paraíso, buscó a Dios y buscó a Beatriz, pero las flores de su mundo estaban marchitas, y la vida sólo contenía el mal, el sadismo y la decadencia.


(Edición utilizada: Charles Baudelaire, Las flores del mal. Edición bilingüe de Alain Verjat y Luis Martínez de Merlo, Madrid, Cátedra, 2011)

domingo, 15 de septiembre de 2013

Agua en el desierto


En Casablanca, en uno de los ya míticos diálogos entre Rick Blaine y el capitán Renault, éste le pregunta a aquél qué había ido a hacer a Casablanca, intrigado por el halo de misterio que rodea al norteamericano; después de todo, nadie, excepto el pianista Sam, sabe nada sobre su vida. El capitán francés, dejándose llevar por su lado romántico, imagina distintas posibilidades sobre el origen de su interlocutor. Rick, siempre cínico, le responde que fue a Casablanca a «tomar las aguas». Renault, intuyendo la trampa, le pregunta «¿Qué aguas, qué aguas? ¿Las del desierto?», a lo que Rick, de nuevo sarcástico, con una sonrisa sardónica, responde «bueno, me informaron mal».

Casablanca es una de mis películas favoritas, y no sin motivos. Es un film maravilloso por la actuación de sus protagonistas; por la elaboración de los diálogos, que no decaen ni siquiera cuando rozan la cursilería; por la cinematografía, con una clara influencia del cine expresionista alemán; por el choque brutal de culturas y nacionalidades, y por la increíble banda sonora de Max Steiner, sin la cual la película no sería tan grande.

No sé cómo llegué a escoger este nombre para el blog. Siendo un blog creado por un filólogo que quiere hablar principal aunque no exclusivamente de literatura, me estrujé el cerebro para encontrar un título relacionado, como uno supondría bastante acertadamente, con la literatura. Después de dar vueltas a váyase a saber cuántos versos de poemas famosos en mi mente (hubo uno de Baudelaire que estuvo a punto de ser seleccionado. En su lengua original, para mayor inri) giré, casi desquiciado en mi desesperación, la cabeza hacia mi colección de DVD, vi una de las dos ediciones de Casablanca que tengo, y el nombre, «Las aguas de Casablanca», salió solo. No sé muy bien cómo, pero así fue.

El diálogo de las aguas es una muestra más del cinismo desbordante e hiriente de Rick Blaine; es otro de los adoquines del muro que el personaje se ha creado para que nadie pueda acceder a él y que no se derrumbará hasta que Ilsa lo tire abajo a puros martillazos. ¿Pero qué ocurre si nos tomamos la licencia de extrapolar el significado de esas aguas y lo aplicamos a la sociedad actual? En un mundo mercantilizado, todo está incluido en un escaparate y todo se vende. Los vendedores, en su insaciable necesidad de comerciar, han tenido que saturarnos hasta que hemos llegado al punto en el que hay que vender cualquier cosa, entrando nosotros, los compradores, en un bucle infinito del que es muy difícil salir. Al final, cuando no queda nada más por publicitar, se nos ofrece aire. Humo. Nada. Y este axioma gongorino es lo que intento ejemplificar con las aguas de Casablanca. Todos estamos muy mal informados, y a todos nos han llevado, hacinados en vagones de ganado, al desierto de Casablanca. A tomar las aguas todo el mundo. No las encontramos, claro, pero pagamos por ellas, nos hacemos la foto en la ciudad y volvemos a casa para demostrar a todo el mundo que hemos estado allí. «¿Y las aguas? ¿Las encontraste?». Respondemos: «No, pero me he traído esto a casa, y esto, y...» todo al trastero, a acumular polvo.

Hay que abrir la mente, porque hacerlo ayuda a abrir los ojos, a desarrollar la percepción necesaria para que no nos engañen. Hay que leer, hay que escuchar buena música, hay que ver películas, hay que observar obras de arte. Lo que hoy en día ya no se considera «útil» es una de nuestras mejores defensas y estamos dejando que nos la arrebaten. Hay que disfrutar del arte, de la pasión del ser humano, y unidos podremos dejar de buscar las aguas de Casablanca.
Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.