domingo, 22 de septiembre de 2013

El viaje de Charles Baudelaire


Se suele decir que Las flores del mal, la gran obra maestra de Charles Baudelaire, es la Divina comedia de la modernidad, y el apelativo no es para nada baladí. En Dante tenemos un viaje simbólico-alegórico de descenso y posterior ascenso físico y espiritual; Baudelaire también realiza un viaje al fondo de su alma, tan profundo que acaba siendo un descenso al alma de todos los hombres, pero de forma inversa. Será un viaje que comenzará en la vaga posibilidad de un Paraíso que debería estar en la Belleza, pasando por el Purgatorio que representan para el poeta las calles de París, reflejo de su alma, y terminando en el Infierno de la decadencia, la enfermedad y la muerte. Dios está ausente y seguirá así durante la segunda mitad del siglo XIX y toda la posmodernidad, en la que nos encontramos nosotros. Recordemos que para Rimbaud el cielo era de color marrón de tantas veces que se había cagado en Dios —«meo hacia el pardo cielo, alto, alto, tan lejos...»—; el color azul aparece, como en Mallarmé, roto, fragmentado y desperdigado, como rota y fragmentada está la esperanza.

Cuando Baudelaire publica Las flores del mal, en 1857, el Romanticismo ya está dando sus últimos coletazos —aunque lo romántico ha llegado hasta nuestros días—. En su generación se produce un malestar moral, social y existencial que Chateaubriand había llamado «el mal del siglo»: por una parte, se había creído que el Progreso, una de las promesas de la Revolución, debía haber engendrado la felicidad en el pueblo —léase Los miserables, de Victor Hugo—, pero no fue así, puesto que la burguesía se hizo con las ruinas del Antiguo Régimen y sobre ellas construyó el imperio del capitalismo; por otra parte, la ciencia vino a sustituir a la religión, y con ello desmitificó el mundo. El hombre no se había sentido tan solo y desamparado en el universo desde el Barroco. De la crisis espiritual resultante nacerá el marginado, que puede ser un mártir que encarnará la moral perdida, como Jean Valjean, o un rebelde byroniano que decida apartarse de la sociedad que no comprende y que no lo comprende. El desprecio por el presente lleva a una inevitable huida al pasado o a uno de los paraísos artificiales.


¿Huye Baudelaire? Fijémonos primero en las etapas del viaje que realiza en Las flores del mal: la primera sección del poemario, titulada «Spleen e Ideal», tiene todavía la esperanza de poder alcanzar la Belleza, que es lo único que debería poder permitir al poeta abandonar el spleen, el hastío, el tedio vital que lo encadena y le arrebata la felicidad. Baudelaire intenta escapar a los brazos de una mujer que termina siendo un vampiro que le absorberá la vitalidad; el tiempo será el gran devorador del poeta, lo que no deja de ser significativo si tenemos en consideración que tanto Baudelaire como Jeanne Duval, la mujer a la que más poemas dedicó en Las flores del mal, murieron de sífilis, y probablemente uno se lo contagió al otro. Siendo una enfermedad degenerativa, no es de extrañar que el tiempo y la mujer sean para el escritor los devoradores de su cuerpo y su alma. Esta sección del libro termina con hastío, y Baudelaire volverá su mirada hacia las calles de París: los «Cuadros parisinos» son una representación física de lo que el escritor llevaba dentro en «Spleen e Ideal». La realidad llega para impedir que el poeta, como el albatros de la primera sección, pueda volar, y tendrá que arrastrar su plumaje por el fango.


Llegamos a la tercera sección, «El vino», y avanzamos hacia el camino del paraíso artificial. Ya hemos visto que la mujer no sirve para escapar del hastío; todo lo contrario: nos hace caer más todavía. Lo mismo ocurre con el vino, que permite evadirse pero también es portador de decadencia. Esa decadencia estará presente en la cuarta sección, «Las flores del mal», en las que el vicio más destructivo permitirá al poeta hacer frente al hastío pero lo volverá más decadente. La realidad vence a Baudelaire, el Ideal muere y sólo queda escupir sobre él. En «Rebelión», la quinta sección, el escritor sigue el camino de la rebelión y el satanismo más típicamente románticos.

Después de haber recorrido todo este camino, Baudelaire está atrapado en un Infierno sin ningún Virgilio que lo acompañe. Beatriz, como ya veíamos, no existe; la única mujer en el mundo de Baudelaire es Lilith, la mujer vampiro que lo arrastra por el fango. Nada de lo que él conocía puede acabar con el spleen; por consiguiente, el poeta ha de llegar hasta el fondo del averno, a la última sección del poemario: «La muerte». La muerte no es solamente el único remedio frente al hastío; es, además, la única forma de que exista el amor. Por lo tanto, Baudelaire aúna el Eros y el Tánatos, indicando que es el paso necesario para poder alcanzar el Ideal. En las últimas estrofas del último poema de Las flores del mal (llamado «El viaje», muy significativamente), el escritor nos da la clave de todo el poemario:

¡Oh Muerte! ¡Oh capitana! ¡Tiempo es ya! ¡Alzad el ancla!
Nos hastía esta tierra, ¡oh Muerte! ¡Aparejemos!
¡Si son negros los cielos y la mar cual la tinta,
nuestros pechos ya sabes que están llenos de rayos!

¡Viértenos tu veneno y que él nos reconforte!
Queremos, tanto el fuego los cerebros nos quema,
en el abismo hundirnos, ¿Cielo, Infierno, qué importa?
¡Al fondo de lo Ignoto para encontrar lo nuevo!

El hastío, como el tiempo y la decadencia, es el rayo del pecho y el fuego del cerebro, consumiendo al poeta hasta hacerlo querer hundirse en el abismo. El cielo ya no es azul, como tampoco lo es el mar, y es preferible diluirse en la nada que seguir sufriendo una realidad desprovista de esperanza y felicidad. Es preciso recordar aquí la siguiente rima de Bécquer:

¿De dónde vengo...? El más horrible y áspero
de los senderos busca
las huellas de unos pies ensangrentados
sobre la roca dura,
los despojos de un alma hecha jirones
en las zarzas agudas,
te dirán el camino
que conduce a mi cuna.

¿Adónde voy? El más sombrío y triste
de los páramos cruza,
valle de eternas nieves y de eternas
melancólicas brumas.
En donde esté una piedra solitaria
sin inscripción alguna,
donde habite el olvido,
allí estará mi tumba.

La estructura del poema es muy sencilla: dos estrofas, una hablando de la vida y la otra de la muerte. Hay que observar que la pregunta de la primera estrofa va acompañada de unos puntos suspensivos, denotando duda, y la segunda no, lo que parece significar que para Bécquer el origen no es seguro pero el destino sí, porque nadie puede escapar de la muerte, que es, a la larga, lo único seguro en la vida del hombre. Lo que es más importante, que es a donde quiero llegar, es que las palabras de la primera estrofa, las de la vida, son mucho más negativas que las de la segunda, las de la muerte: la aspereza del sendero, los pies ensangrentados y las zarzas agudas que llevan a la cuna del poeta no pueden dejar de recordarnos al tiempo devorador de Las flores del mal.

Aunque pueda parecer que el final de «El viaje» sea optimista, no tenemos que dejarnos engañar. El viaje de Dante termina cuando, acompañado de Beatriz, llega a Dios; el de Jean Valjean termina igual, pero acompañado del Amor que lo arrancó de las garras del odio de la sociedad. El viaje de Charles Baudelaire termina en un descenso hacia lo Ignoto, lo Desconocido. Dios ha abandonado al hombre —«Dios ha muerto», que dirá Nietzsche—, y en su lugar sólo queda la Nada. Lo nuevo no es la salvación entendida a la manera tradicional; es, simplemente, la alternativa al hastío. Frente al tedio, cualquier cosa es buena, sea el Cielo, sea el Infierno, sea la Nada. La muerte es preferible a la vida, que no ha podido aportar nada al poeta en todo su peregrinaje. Baudelaire buscó el Paraíso, buscó a Dios y buscó a Beatriz, pero las flores de su mundo estaban marchitas, y la vida sólo contenía el mal, el sadismo y la decadencia.


(Edición utilizada: Charles Baudelaire, Las flores del mal. Edición bilingüe de Alain Verjat y Luis Martínez de Merlo, Madrid, Cátedra, 2011)

domingo, 15 de septiembre de 2013

Agua en el desierto


En Casablanca, en uno de los ya míticos diálogos entre Rick Blaine y el capitán Renault, éste le pregunta a aquél qué había ido a hacer a Casablanca, intrigado por el halo de misterio que rodea al norteamericano; después de todo, nadie, excepto el pianista Sam, sabe nada sobre su vida. El capitán francés, dejándose llevar por su lado romántico, imagina distintas posibilidades sobre el origen de su interlocutor. Rick, siempre cínico, le responde que fue a Casablanca a «tomar las aguas». Renault, intuyendo la trampa, le pregunta «¿Qué aguas, qué aguas? ¿Las del desierto?», a lo que Rick, de nuevo sarcástico, con una sonrisa sardónica, responde «bueno, me informaron mal».

Casablanca es una de mis películas favoritas, y no sin motivos. Es un film maravilloso por la actuación de sus protagonistas; por la elaboración de los diálogos, que no decaen ni siquiera cuando rozan la cursilería; por la cinematografía, con una clara influencia del cine expresionista alemán; por el choque brutal de culturas y nacionalidades, y por la increíble banda sonora de Max Steiner, sin la cual la película no sería tan grande.

No sé cómo llegué a escoger este nombre para el blog. Siendo un blog creado por un filólogo que quiere hablar principal aunque no exclusivamente de literatura, me estrujé el cerebro para encontrar un título relacionado, como uno supondría bastante acertadamente, con la literatura. Después de dar vueltas a váyase a saber cuántos versos de poemas famosos en mi mente (hubo uno de Baudelaire que estuvo a punto de ser seleccionado. En su lengua original, para mayor inri) giré, casi desquiciado en mi desesperación, la cabeza hacia mi colección de DVD, vi una de las dos ediciones de Casablanca que tengo, y el nombre, «Las aguas de Casablanca», salió solo. No sé muy bien cómo, pero así fue.

El diálogo de las aguas es una muestra más del cinismo desbordante e hiriente de Rick Blaine; es otro de los adoquines del muro que el personaje se ha creado para que nadie pueda acceder a él y que no se derrumbará hasta que Ilsa lo tire abajo a puros martillazos. ¿Pero qué ocurre si nos tomamos la licencia de extrapolar el significado de esas aguas y lo aplicamos a la sociedad actual? En un mundo mercantilizado, todo está incluido en un escaparate y todo se vende. Los vendedores, en su insaciable necesidad de comerciar, han tenido que saturarnos hasta que hemos llegado al punto en el que hay que vender cualquier cosa, entrando nosotros, los compradores, en un bucle infinito del que es muy difícil salir. Al final, cuando no queda nada más por publicitar, se nos ofrece aire. Humo. Nada. Y este axioma gongorino es lo que intento ejemplificar con las aguas de Casablanca. Todos estamos muy mal informados, y a todos nos han llevado, hacinados en vagones de ganado, al desierto de Casablanca. A tomar las aguas todo el mundo. No las encontramos, claro, pero pagamos por ellas, nos hacemos la foto en la ciudad y volvemos a casa para demostrar a todo el mundo que hemos estado allí. «¿Y las aguas? ¿Las encontraste?». Respondemos: «No, pero me he traído esto a casa, y esto, y...» todo al trastero, a acumular polvo.

Hay que abrir la mente, porque hacerlo ayuda a abrir los ojos, a desarrollar la percepción necesaria para que no nos engañen. Hay que leer, hay que escuchar buena música, hay que ver películas, hay que observar obras de arte. Lo que hoy en día ya no se considera «útil» es una de nuestras mejores defensas y estamos dejando que nos la arrebaten. Hay que disfrutar del arte, de la pasión del ser humano, y unidos podremos dejar de buscar las aguas de Casablanca.
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