Se suele decir que Las
flores del mal, la gran obra
maestra de Charles Baudelaire, es la Divina comedia de
la modernidad, y el apelativo no es para nada baladí. En Dante
tenemos un viaje simbólico-alegórico de descenso y posterior
ascenso físico y espiritual; Baudelaire también realiza un viaje al
fondo de su alma, tan profundo que acaba siendo un descenso al alma
de todos los hombres, pero de forma inversa. Será un viaje que
comenzará en la vaga posibilidad de un Paraíso que debería estar
en la Belleza, pasando por el Purgatorio que representan para el
poeta las calles de París, reflejo de su alma, y terminando en el
Infierno de la decadencia, la enfermedad y la muerte. Dios está
ausente y seguirá así durante la segunda mitad del siglo XIX y toda
la posmodernidad, en la que nos encontramos nosotros. Recordemos que
para Rimbaud el cielo era de color marrón de tantas veces que se
había cagado en Dios —«meo hacia el pardo cielo, alto, alto, tan
lejos...»—; el color azul aparece, como en Mallarmé, roto,
fragmentado y desperdigado, como rota y fragmentada está la
esperanza.
Cuando
Baudelaire publica Las flores del mal,
en 1857, el Romanticismo ya está dando sus últimos coletazos
—aunque lo romántico
ha llegado hasta nuestros días—. En su generación se produce un
malestar moral, social y existencial que Chateaubriand había llamado
«el mal del siglo»: por una parte, se había creído que el
Progreso, una de las promesas de la Revolución, debía haber
engendrado la felicidad en el pueblo —léase Los
miserables, de Victor Hugo—,
pero no fue así, puesto que la burguesía se hizo con las ruinas del
Antiguo Régimen y sobre ellas construyó el imperio del capitalismo;
por otra parte, la ciencia vino a sustituir a la religión, y con
ello desmitificó el mundo. El hombre no se había sentido tan solo y
desamparado en el universo desde el Barroco. De la crisis espiritual
resultante nacerá el marginado, que puede ser un mártir que
encarnará la moral perdida, como Jean Valjean, o un rebelde
byroniano que decida apartarse de la sociedad que no comprende y que
no lo comprende. El desprecio por el presente lleva a una inevitable
huida al pasado o a uno de los paraísos artificiales.
¿Huye
Baudelaire? Fijémonos primero en las etapas del viaje que realiza en
Las flores del mal: la
primera sección del poemario, titulada «Spleen e
Ideal», tiene todavía la esperanza de poder alcanzar la Belleza,
que es lo único que debería poder permitir al poeta abandonar el
spleen, el hastío, el
tedio vital que lo encadena y le arrebata la felicidad. Baudelaire
intenta escapar a los brazos de una mujer que termina siendo un
vampiro que le absorberá la vitalidad; el tiempo será el gran
devorador del poeta, lo que no deja de ser significativo si tenemos
en consideración que tanto Baudelaire como Jeanne Duval, la mujer a
la que más poemas dedicó en Las flores del mal,
murieron de sífilis, y probablemente uno se lo contagió al otro.
Siendo una enfermedad degenerativa, no es de extrañar que el tiempo
y la mujer sean para el escritor los devoradores de su cuerpo y su
alma. Esta sección del libro termina con hastío, y Baudelaire
volverá su mirada hacia las calles de París: los «Cuadros
parisinos» son una representación física de lo que el escritor
llevaba dentro en «Spleen e
Ideal». La realidad llega para impedir que el poeta, como el
albatros de la primera sección, pueda volar, y tendrá que arrastrar
su plumaje por el fango.
Llegamos
a la tercera sección, «El vino», y avanzamos hacia el camino del
paraíso artificial. Ya hemos visto que la mujer no sirve para
escapar del hastío; todo lo contrario: nos hace caer más todavía.
Lo mismo ocurre con el vino, que permite evadirse pero también es
portador de decadencia. Esa decadencia estará presente en la cuarta
sección, «Las flores del mal», en las que el vicio más
destructivo permitirá al poeta hacer frente al hastío pero lo
volverá más decadente. La realidad vence a Baudelaire, el Ideal
muere y sólo queda escupir sobre él. En «Rebelión», la quinta
sección, el escritor sigue el camino de la rebelión y el satanismo
más típicamente románticos.
Después
de haber recorrido todo este camino, Baudelaire está atrapado en un
Infierno sin ningún Virgilio que lo acompañe. Beatriz, como ya
veíamos, no existe; la única mujer en el mundo de Baudelaire es
Lilith, la mujer vampiro que lo arrastra por el fango. Nada de lo que
él conocía puede acabar con el spleen;
por consiguiente, el poeta ha de llegar hasta el fondo del averno, a
la última sección del poemario: «La muerte». La muerte no es
solamente el único remedio frente al hastío; es, además, la única
forma de que exista el amor. Por lo tanto, Baudelaire aúna el Eros y
el Tánatos, indicando que es el paso necesario para poder alcanzar
el Ideal. En las últimas estrofas del último poema de Las
flores del mal (llamado «El
viaje», muy significativamente), el escritor nos da la clave de todo
el poemario:
¡Oh
Muerte! ¡Oh capitana! ¡Tiempo es ya! ¡Alzad el ancla!
Nos
hastía esta tierra, ¡oh Muerte! ¡Aparejemos!
¡Si
son negros los cielos y la mar cual la tinta,
nuestros
pechos ya sabes que están llenos de rayos!
¡Viértenos
tu veneno y que él nos reconforte!
Queremos,
tanto el fuego los cerebros nos quema,
en
el abismo hundirnos, ¿Cielo, Infierno, qué importa?
¡Al
fondo de lo Ignoto para encontrar lo
nuevo!
El
hastío, como el tiempo y la decadencia, es el rayo del pecho y el
fuego del cerebro, consumiendo al poeta hasta hacerlo querer hundirse
en el abismo. El cielo ya no es azul, como tampoco lo es el mar, y es
preferible diluirse en la nada que seguir sufriendo una realidad
desprovista de esperanza y felicidad. Es preciso recordar aquí la
siguiente rima de Bécquer:
¿De
dónde vengo...? El más horrible y áspero
de
los senderos busca
las
huellas de unos pies ensangrentados
sobre
la roca dura,
los
despojos de un alma hecha jirones
en
las zarzas agudas,
te
dirán el camino
que
conduce a mi cuna.
¿Adónde
voy? El más sombrío y triste
de
los páramos cruza,
valle
de eternas nieves y de eternas
melancólicas
brumas.
En
donde esté una piedra solitaria
sin
inscripción alguna,
donde
habite el olvido,
allí
estará mi tumba.
La
estructura del poema es muy sencilla: dos estrofas, una hablando de
la vida y la otra de la muerte. Hay que observar que la pregunta de
la primera estrofa va acompañada de unos puntos suspensivos,
denotando duda, y la segunda no, lo que parece significar que para
Bécquer el origen no es seguro pero el destino sí, porque nadie
puede escapar de la muerte, que es, a la larga, lo único seguro en
la vida del hombre. Lo que es más importante, que es a donde quiero
llegar, es que las palabras de la primera estrofa, las de la vida,
son mucho más negativas que las de la segunda, las de la muerte: la
aspereza del sendero, los pies ensangrentados y las zarzas agudas que
llevan a la cuna del poeta no pueden dejar de recordarnos al tiempo
devorador de Las flores del mal.
Aunque
pueda parecer que el final de «El viaje» sea optimista, no tenemos
que dejarnos engañar. El viaje de Dante termina cuando, acompañado
de Beatriz, llega a Dios; el de Jean Valjean termina igual, pero
acompañado del Amor que lo arrancó de las garras del odio de la
sociedad. El viaje de Charles Baudelaire termina en un descenso hacia
lo Ignoto, lo Desconocido. Dios ha abandonado al hombre —«Dios ha
muerto», que dirá Nietzsche—, y en su lugar sólo queda la Nada.
Lo nuevo no es la
salvación entendida a la manera tradicional; es, simplemente, la
alternativa al hastío. Frente al tedio, cualquier cosa es buena, sea
el Cielo, sea el Infierno, sea la Nada. La muerte es preferible a la
vida, que no ha podido aportar nada al poeta en todo su peregrinaje.
Baudelaire buscó el Paraíso, buscó a Dios y buscó a Beatriz, pero
las flores de su mundo estaban marchitas, y la vida sólo contenía
el mal, el sadismo y la decadencia.
(Edición utilizada: Charles Baudelaire, Las flores del mal. Edición bilingüe de Alain Verjat y Luis Martínez de Merlo, Madrid, Cátedra, 2011)