domingo, 6 de julio de 2014

Crónica de una generación estafada (esperpento), primera parte

I



  El café de la Maritornes, clandestino, oscuro, melancólico, acoge a la chusma del arte perdulario. Noche profunda. Brumas de alcohol barato. Tortilla de ayer. Bultos aburridos en la barra de zinc. De fondo, una televisión escupe injurias desde la altura de su púlpito. Gregorio Casa, escritor sin obra, contempla el fondo de la botella. Una mesa en el rincón: los jóvenes artistas interpretan la sesuda función de su tertulia saturnal y vespertina. Existenciales y sublimes, los cuatro gatos de la posmodernidad realizan aspavientos de actor sobreactuado venido a menos. Juan Padilla, Marcos Muxía, Núñez Vaca y Lope Dante se enfrentan a la nada a golpe de retórica.
  —Los buenos tiempos pasaron.
  —Dichosa edad y dichosos siglos aquellos...
  —Hay que matar al de la Mancha. Obsoleto queda.
  —De fuera. Los aires nuevos vienen de fuera.
  —Me viene a la mente lo que decía Borges...
  —Y Bolaño su profeta.
  —Debemos renovar el arte. Todo es demasiado viejo.
  Gregorio Casa no los soporta. Gregorio Casa, el gesto alcohólico, los ojos encendidos, la cojera torpona, busca llenar el vacío. Continúan su arenga los cuatro gatos. Pellizcos de tabaco sobre la mesa. Los cuatro eruditos se bambolean hacia el exterior. Figuras de humo a través de la ventana. Gregorio Casa pide otra cerveza. Su cerebro, todavía despierto, se pierde en incómodas cábalas intelectuales. Junto a él, en una mesa cercana, el viejo Barbas de Chivo escribe en un cuaderno. Gregorio Casa se arranca:
  —¿Qué escribe esta noche, Barbas de Chivo?
  El viejo dios, altanero y esquivo, rumia el discurso:
  —La tragedia de España.
  Hipido cervecil de Gregorio Casa:
  —En ella nos hallamos.
  Fulgura por instantes el cobre de los ojos de Barbas de Chivo. La frialdad de su escultura destella sabiduría.
  —Y yo la expreso.
  —Usted puede. Nosotros, los jóvenes, estamos perdidos. A nosotros, los jóvenes, nos han arrebatado todo. ¡Somos artistas sin cultura! Todo tiene precio. La escritura tiene precio. Los lienzos tienen precio. Los propios artistas tienen precio. Ya no tiene sentido crear. ¡Estamos destinados al fracaso antes de intentarlo!
  —Puestos a fracasar, mejor sería intentarlo y fracasar que fracasar sin más.
  —¿Y con qué herramientas? Ninguna nos queda. Sólo tiene que escuchar a los eruditos a la violeta del café: sin tener ni zorra idea de nada, se pintan a sí mismos como el albatros de Baudelaire. Pero su lengua no dice nada.
  —Los idiomas nos hacen y nosotros hemos de deshacerlos. Hay que cavar la cueva donde enterrar esa hueca y pomposa lengua.
  Vuelven los cuatro gatos. Lope Dante, sabio trasnochado —mocasines, polo pijo, americana con coderas—, pasea su mirada de mochuelo por el café. Con la seguridad del que espera ser aplaudido, comienza su discurso, el hablar lento y monótono debatiéndose entre la viscosidad mayestática y la comicidad del ventrílocuo:
  —Todos ustedes tienen claro el enorme compromiso que los intelectuales tenemos para con la humanidad: somos salvadores de la inteligencia universal. En la intrincada existencia posmoderna, nuestro deber, el mío y el de ustedes, es liderar a los seres desdichados y conducirlos con mano firme, con mano sólida, sin temor, de las tinieblas hacia la luz, extirpándolos del cáncer social que es la ignorancia. ¡Nuestro deber, señores! ¡Nuestro deber! Como laureados intelectuales que somos, el bien moral depende, en última instancia, de nosotros. Inequívocamente digo esto. ¡Inequívocamente, señores! ¡Inequívocamente!
  Gregorio Casa dirige su mirada azul y lupina al viejo Barbas de Chivo. El dios antiguo vuelve a la carga:
  —Cava la cueva, joven. Ésta es la tragedia de España.
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