jueves, 9 de octubre de 2014

Cartas de un poeta del Romanticismo



I

Can death be sleep, when life is but a dream,
And scenes of bliss pass as a phantom by?
The transient pleasures as a vision seem,
And yet we think the greatest pain's to die.

II

How strange it is that man on earth should roam,
And lead a life of woe, but not forsake
His rugged path; nor dare he view alone
His future doom which is but to awake.
(John Keats, On Death)

Que vivimos en una época en la que muchos de los valores positivos del ser humano se han mercantilizado y desvirtuado en aras de una deshumanización ignorante, zafia y vulgar es un secreto a voces. Los discursos vacíos, a los que seguramente me he referido por aquí en alguna ocasión, enmascaran una nada abrumadora que es la realidad que para nosotros ha preparado un poder al que se le notan cada vez más las costuras. El amor, uno de los grandes temas en la historia de la literatura, es el gran perjudicado; la perversión a la que ha sido sometido ha dado como resultado una colección de tópicos y cursilerías empalagosas y sin sentido.

La gran defensa cuando alguien acusa a una persona del imperdonable pecado de la cursilería es el contraataque, acusando al acusador de no ser romántico. ¡Cuánto daño se ha hecho en nombre del romanticismo! Llegados a este punto, entran ganas de dar un seminario sobre la filosofía y la literatura del Romanticismo: Johann Gottfried Herder dijo, un 17 de mayo de 1769, que su «única intención es conocer desde más perspectivas el mundo de mi Dios», tras lo cual partió en un barco sin tener muy claro qué camino iba a seguir. Como hay pocas cosas divertidas que hacer en un barco, y los viajes no debían ser cortos en el siglo XVIII, Herder pudo entregarse a la práctica de lo que mucho después Unamuno denominaría, acuñando un genial neologismo, el ensimismamiento. Durante la Ilustración, el principal objetivo de los viajeros era el contacto con otros hombres, países y culturas; sin embargo, Herder aprovecha el viaje marítimo para asomarse a su propio interior, y de ese contacto con su yo íntimo llega a la siguiente reflexión:

¡En cuántas esferas hace pensar una nave que fluctúa entre el cielo y el mar! ¡Aquí todo da al pensamiento alas, movimiento y dimensiones atmosféricas! ¡El aleteo de la vela, la nave siempre vacilante, las nubes en lo alto, la inmensidad de la atmósfera infinita! En la tierra estamos atados a un punto muerto y encerrados en el círculo estrecho de una situación... ¡Alma mía!, ¿cómo te encontrarás cuando salgas de este mundo?


De ello se extraen dos de las principales características del Romanticismo: la subjetividad, por un lado, y el hallazgo de un mundo escondido, inmaterial, por el otro. Al unirse ambas, llegamos a un sistema de pensamiento que, alejado de la razón pura, concibe el conocimiento del mundo a través de la emoción interna, de la contemplación y la reflexión. Como los sentimientos, subjetivos, a través de los que se pasa lo observado para alcanzar el conocimiento, son inefables, Herder se pregunta qué palabras ha de usar para poder expresar las emociones y el mundo de sentimientos que se esconde tras el mundo material. Con ello, se abre el camino para lo que será, con los años, el movimiento simbolista.

El Romanticismo, bien sabido es, llegó a Inglaterra. Fue en ese periodo donde vivió y murió, casi a la vez, el poeta John Keats (1795-1821). Su correspondencia, editada en 1994 por la editorial Juventud, es una muestra de cómo el sentimiento deviene en herramienta de conocimiento. Sus cartas fueron divididas en dicha edición en cinco temas, de los cuales cuatro representan sendos temas principales del movimiento romántico: la naturaleza, la creación poética, el amor y la muerte.

Hablaba Keats en una de sus cartas del «contagio maligno de Londres»; la ciudad moderna se convierte en un lugar negativo, de barbarie, que obliga al poeta a refugiarse en la naturaleza, pura e incorrupta, como el Buen Salvaje de Rousseau. En ella «no existen ni el tiempo ni el espacio, lo que comprobé claramente al contemplar, al alba, el lago y las montañas de Winander». Al contemplarla se derriban las barreras de lo material, pudiendo el artista alcanzar una Verdad suprema, eterna, inmutable, que antecede a toda creación humana y que sólo unos pocos pueden alcanzar y comprender: «las dos vistas que hemos gozado de él […] refinaron nuestra visión sensual convirtiéndola en una especie de estrella polar que no puede nunca dejar de abrir sus párpados y de mirar, inmutable, las maravillas del Poder Supremo». La tarea del poeta ha de ser la de expresar esas maravillas eternas:

El espacio, la magnitud de las montañas y cascadas podemos imaginárnoslo bien antes de haberlos visto; pero este aspecto o tono intelectual excede a todas las imaginaciones y desafía a todos los recuerdos. Aprenderé poesía aquí y desde ahora escribiré más que nunca, impulsado tan sólo por el cometido abstracto de añadir una pizquita más a esa masa de belleza que los espíritus selectos cosechan de estos magníficos materiales al dotarlos de una existencia etérea para recreo de nuestros semejantes.


Frente a la Razón dieciochesca, Keats aboga por la contemplación en lugar de la observación, siempre teniendo presente el sentimiento que permite captar las sensaciones del entorno, la belleza emotiva del paisaje, y representarlas en los versos. Siendo las emociones inefables, el poeta tiene que encontrar la palabra exacta para transmitir la verdad que su sentimiento le ha mostrado y que sólo él puede comprender. La palabra artificial, la que no brota del corazón sino del intelecto, no puede engendrar un arte basado en el sentimiento: «Versos a lo Milton no pueden escribirse más que cuando uno se siente en vena artificiosa o artística. Yo quiero entregarme a otras sensaciones […] la belleza es falsa por proceder del artificio»; sólo sirve aquella poesía «en que habla la verdadera voz del sentimiento». En una carta de 1818, John Keats dejó escrita la clave de sus ideales poéticos:

En poesía tengo unos cuantos axiomas, pero ya verás cuán lejos estoy aún de alcanzarlos. Primero. Creo que la poesía debe sorprender por su magnífica superabundancia y no por su singularidad. El lector debe ver en ella la expresión de sus más altos pensamientos; debe aparecérsele casi como un recuerdo. Segundo. Sus toques de belleza no deben quedar incompletos dejando al lector sin aliento en vez de satisfecho. Las imágenes, como el sol, deben nacer, ascender y desaparecer de una manera natural en el poeta. Deben lucir sobre él y ponerse sobriamente, aunque con magnificencia, dejándole en las delicias del crepúsculo. Pero es más fácil pensar cómo debiera ser la poesía que escribirla, y esto me lleva a otro axioma. Que si la poesía no llega con la misma naturalidad con que las hojas brotan en los árboles es mejor que no llegue nunca.

La poesía fue la primera gran pasión de John Keats; la segunda, que llegó junto a la enfermedad que acabaría con su vida, nunca antes había interesado a nuestro poeta, quien siempre prefirió la soledad para reflexionar, admirar la belleza del mundo y componer sus versos. Hasta que conoció a Fanny Brawne y todo cambió. El amor obsequió al escritor con un nuevo sentimiento, una nueva pasión, que nunca había experimentado; de ahí que en una carta dijese a su amada, al aumentar el amor que por ella sentía, que «aquello que entonces sentía, ahora no podría escribirlo». El amor de Keats por Fanny Brawne fue tan elevado que alcanzó tintes religiosos, algo habitual en la historia de la literatura:

Ahora no hay límites para mi amor. En este momento acaba de llegar tu carta y a pesar de encontrarme lejos de ti, no podría estar más contento. Es más preciosa que un bajel lleno de perlas. No me amenaces, aunque sea en broma. Siempre me he admirado y estremecido de que los hombres pudieran morir mártires por su religión. Ahora ya no me estremezco, podría dejarme martirizar por mi religión; el amor es mi religión y por ella podría morir. Por ti puedo morir. Mi credo es el amor y tú su único dogma. Me has arrebatado con una fuerza irresistible. Antes de verte podía resistir, y aun después de haberte visto he tratado muchas veces de razonar contra las razones de mi amor. Ya no puedo hacerlo más; el dolor sería demasiado profundo. Mi amor es egoísta. No puedo respirar sin ti.


Por desgracia, como decía antes, la tuberculosis llegó junto al amor. Durante los pocos años que duró su relación, Keats hubo de sufrir al darse cuenta de que la enfermedad y la pasión crecían juntas: «En mis paseos, dos placeres acompañan mis meditaciones: tu hermosura y la hora de mi muerte». Entró el poeta en un dilema, un sufrimiento entre la vida y la muerte, la pasión y la nada, que le hacía desear y temer la muerte al mismo tiempo: «Día y noche deseo que venga la muerte a librarme de estas penalidades, y después deseo alejar a esta muerte, que acabaría con estas penas que son, a pesar de todo, mejor que la nada». Su última correspondencia está plagada de reflexiones tan abrumadoras y desgarradoras como esta. La desesperación, al ver próximo el final, provocó una febril labor poética, siendo consciente de que jamás podría alcanzar la madurez artística que siempre había deseado. John Keats, en sus últimos meses de vida, sintió que pertenecía ya al mundo de los muertos: «Acostumbro sentir que mi vida real ha transcurrido ya, llevando ahora una existencia póstuma».


Ediciones manejadas:

  • KEATS, John, Cartas, Barcelona, Juventud, 1994.
  • KEATS, John, The Complete Poems of John Keats, Londres, Wordsworth, 1994.
  • RUSSELL, Bertrand, Una història de la filosofia occidental. Filosofia antiga, catòlica i moderna, Barcelona, Edicions 62, 2010.
  • SAFRANSKI, Rüdiger, Romanticismo. Una odisea del espíritu alemán, Barcelona, Tusquets, 2012.
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