viernes, 14 de noviembre de 2014

Anuncios falsarios en la trágica mojiganga


Hay muchas cosas de este mundo, y en concreto de las gloriosas Españas, con las que no estoy nada de acuerdo. Una de ellas, por parecerme especialmente insultante para la inteligencia de los habitantes de este país que la poseen, se ha convertido en objetivo para mis miras más beligerantes y vehementes: el falseamiento de la realidad mediante el enmascaramiento de todo lo negativo que un poder debilitado, desgastado y tambaleante ha lanzado sobre una sociedad que cada vez tiene menos arrestos para enfrentarse a lo que tiene a su alrededor. Esto me recuerda a lo que Carmen Martín Gaite dijo, allá por 1994, sobre su querido amigo Ignacio Aldecoa: «Descarado e irrespetuoso desmitificador en una época cuajada de mitos». Cuando lo leí por primera vez, no pude dejar de sentirme identificado con la definición (y mis conflictos me ha costado ser así). Y es que cuando una sociedad está tan sometida a este poder falsario que cubre todo con un velo de mentira, hay que tener mucho valor para atreverse a descorrer esa cortina y enseñar a los demás, a los que no ven, la mierda que se esconde detrás. Siempre acaba topándose uno con el que dice «sé que todo está muy mal, pero déjame que me engañe un poquito». Como para sufrir menos. Y que se joda la verdad.

Esta semana se lanzó el anuncio navideño de Lotería Nacional de España. No voy a entrar aquí en cuestiones políticas y económicas, aunque la parte «Nacional de España» ya tendría que hacer dudar a unos cuantos. Que le den un Goya a los que han hecho el anuncio, por favor. No, no: que les den un Oscar. O, mejor todavía, que les den unos azotes. Parece que estos señores han pretendido —o no pero quieren convencernos de que sí— mostrar, después del fiasco con la Caballé y sus muñecos del pasado año, la verdadera España. La España de los humildes. Del hombre de a pie, el Juan Nadie de Capra. Los que sufren la crisis, vamos. O sea. Y la gente se lo ha creído porque han ido a tocar fibra. Pero al anuncio de marras se le ven las costuras.

Vamos a comenzar con la ambientación: esa ciudad española cubierta por la nieve. Nieve idílica, acogedora, mentirosa. Porque todos sabemos que España es país de nieves perpetuas. Pasamos al interior de una vivienda y vemos a un hombre que es pobre; y sabemos que es pobre, como nosotros, los infelices que compramos los boletos, porque está despeinado y lleva unas barbas descuidadas. Y tiene el ceño fruncido ya que, claro, la vida es dura y los tiempos están malos. El Dr. House de las Navidades pasadas. Cuando aparece su mujer, que también es pobre, descubrimos que ha tocado el sorteo de Navidad en algún lugar donde House compra boletos cada año excepto, vea usted qué mala pata, este año. Como el señor es pobre, no puede gastarse los veinte eurazos que vale el chiste. Y la mujer, en una actitud muy española, le dice que qué se le va a hacer, que no pasa nada, y que lo más correcto es que House se acerque al sitio a felicitar a los que sí han comprado la lotería. Porque lo normal no sería que la esposa pusiese al marido de imbécil para arriba.

Y aquí tenemos a House, tirando a cabizbajo —imagino que ciscándose en lo más sagrado y parte de lo impío—, caminando bajo la nieve. No sé si como el dickensiano Sydney Carton en el Londres del XVIII o a lo James Stewart en ¡Qué bello es vivir!; pero el James Stewart triste, el jodido, el suicida, el de antes de que aparezca Clarence a ganarse las alas. Y para que sigamos identificándonos con los personajes, le ponen a House de nombre Manuel y al dueño del bar donde ha tocado, Antonio; porque no vamos a ponerles, no sé, Gustav y Günther, que ahí ya no podemos ponernos en la piel de esos caballeros. Y resulta que Antonio, muy humanitario, le ha guardado el boleto a Manuel, o sea que Manuel es rico y todo acaba bien.

No digo que algo así no pueda ocurrir; alguien, sin duda, tiene que quedar con compasión, buenas intenciones y capacidad de sacrificio, aunque sea un riesgo enorme hoy en día. El gran problema del anuncio es que la realidad que muestra es falsa, manipulada. Es uno de los mitos a los que se enfrentó Aldecoa. Después de todo, ¿qué moraleja sacamos de esto? La vida de Manuel, claro está, ha mejorado (siempre que no acabe, y se han dado casos, depresivo, secuestrado o suicidándose), pero ¿de qué forma? Comprando un trozo de papel con el que, azar mediante, puedes ganar dinero. No parece importar que tengas más posibilidades de que te caiga un rayo mientras te bañas en el mar y un tiburón te está mordiendo la pierna —eso dijo John Oliver en un vídeo que he colgado al final del artículo— que de que te toque la lotería. Hay quien podrá decirme, y ya casi puedo oírlo, que el anuncio está jugando con la ilusión. Por supuesto que lo hace: juega con las ilusiones que, por si no ha quedado claro todavía, en los tiempos que estamos viviendo son un lujo que muy pocos pueden permitirse. Cuando la ilusión puede definirse, por ejemplo, en tener unos padres dinero para meter algo de embutido entre las dos rebanadas de pan de su hijo, es este un juego muy peligroso.


Hay que desenmascarar del todo a la España de verdad, no la que nos bombardean a diario para que nos olvidemos de otras cosas. En una ocasión, cuando preguntaron a Ignacio Aldecoa si era un escritor social, respondió esto:

Me acuerdo de haber leído en un prólogo de O'Flaherty a un libro de Green, De la mina al cementerio, que él «no tenía la culpa de que su mundo circundante fuera negro y feo y que él escribía de lo que tenía cerca y le hería». Añadiendo: «Pido a mis críticos que construyan un mundo de color de rosa y yo automáticamente me teñiré de rosa». En estas dos frases se encierra la grandeza y servidumbre de la literatura social. Esa literatura gritada termina su función social en cuanto acaba el problema del «mundo circundante feo y negro»; probablemente pasa a ser historia literaria, acaso con letra minúscula perdida entre los paréntesis de los textos de escolares futuros. Pero la literatura rosa cuando el mundo circundante «es negro y feo» impide la conciencia de la realidad y supone una traición a la colectividad, aunque gran parte de esta colectividad la tome por buena y guste de ella.

Cuando las cosas están tan mal como ahora, no debemos engañarnos con idealismos ficticios. Eso lo supo muy bien Ignacio Aldecoa, el mejor retratador de la vida de los humildes en la España de los años cincuenta. Si Aldecoa quería denunciar la miseria a la que se veían sometidos los que no tenían más remedio que vivir en chabolas, describía el espacio, las personas y las sensaciones del ambiente de forma fidedigna, como ya lo había hecho Steinbeck años atrás en The Harvest Gypsies:

En el interior de la chabola, oscuridad; oscuridad cargada de modorra. Una mujer friega platos metálicos en un cubo. Un hombre duerme, al fondo, tendido en el suelo, la cabeza invisible bajo un periódico abierto a doble plana. Medio cuerpo cubierto con una camiseta agujereada, medio sin tapujos, un chiquillo panzudo se mueve con torpeza de cachorro de un lado a otro. Se atusa el pelo la mujer con el dorso de la mano, hinchada y roja, que saca del agua, grasa, ocre, espumeante. Vuelve la cabeza hacia el cajón sobre el que blanquea un trapo, alegran flores en un bote y pica el tiempo un reloj despertador.

No es agradable, ni bonito —aunque sí de una fuerza gráfica impresionante—, pero es la verdad. Una verdad de hace sesenta años que nos es demasiado cercana, por desgracia. Pero había más: la gente de la chabola era una parte de la sociedad del momento; había otra sección, la de los más mezquinos, a la que Aldecoa dedicó líneas memorables con un estilo que aprendió del maestro, don Ramón María del Valle-Inclán:

Las cristaleras del café siempre estaban sucias y la luz de la glorieta, agria y escenográfica, se filtraba a través de ellas con matices de recuelo. El viejo camarero arterioesclerótico arrastraba la pierna mala como cosa ajena a su persona e iba de mesa en mesa, frágil, doméstico, temblante y arácnido. Bufaba la máquina exprés; cantiñeaba el aburrido cerillero; la señora de los servicios cultivaba sus emociones leyendo una novela de amor; el chicharreo de la llamada del teléfono no era atendido; esputaban en sus pañuelos, y por turno, los cinco viejos del friso de la tertulia de fondo; bajaba el cura jugador las escaleras de la timba; componía un melindre la pájara pinta timándose con un señor solitario y de mirada huidiza; el renegrido limpia tenía un vivaz sátiro bajo la roña, el betún y la piel, y no se perdía detalle, desde su ras, sacando lustre a los zapatos de una vedette del Maravillas. En los grandes y mágicos espejos había salones hasta la angostura del infinito y la perspectiva de las lámparas reflejadas era una pesadilla surreal.


Hablando de Valle-Inclán, tenemos que recordar el anuncio de Lotería del año pasado. He oído opiniones que consideran que el anuncio de este año es mucho más representativo de España que el anterior. He de oponerme a esa idea: la promoción de 2013 intentó ser algo solemne y emotivo, pero se quedó en una fantochada grotesca. Con ello, los publicistas, sin pretenderlo, lograron representar a la verdadera España: el anuncio de Caballé y sus amigos era un puro esperpento. Esa España grotesca, la de Valle, Goya, Quevedo y parte de Aldecoa, es la verdad que el poder, tradicionalmente, siempre ha intentado esconder. Pero, debo matizar, la grandeza del esperpento no está solamente en la deformación sistemática que hace de España en la época de Valle. No, la verdadera grandeza del esperpento está en que, a través de la mezcla de lo trágico y lo absurdo, Valle-Inclán consiguió dejar constancia del disparate carnavalesco, de fantoches y monigotes, de todo un país. Después de todo, la deformación sistemática del esperpento no es una creación total sino un producto de la imitación, puesto que las obras de Valle son un reflejo de una realidad que ya es grotesca de por sí —y esa lección la aprendió muy bien Ignacio Aldecoa—. Por eso el accidente televisivo de hace un año fue un fiel reflejo de España, pero no de la manera que los capitostes habían deseado. En definitiva, aquel anunció destapó la verdad oculta detrás de los mitos falsarios españoles: lo que Max Estrella llamó, muy acertadamente, la «trágica mojiganga».


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