En Casablanca, en uno de los ya míticos diálogos entre Rick Blaine y el capitán Renault, éste le pregunta a aquél qué había ido a hacer a Casablanca, intrigado por el halo de misterio que rodea al norteamericano; después de todo, nadie, excepto el pianista Sam, sabe nada sobre su vida. El capitán francés, dejándose llevar por su lado romántico, imagina distintas posibilidades sobre el origen de su interlocutor. Rick, siempre cínico, le responde que fue a Casablanca a «tomar las aguas». Renault, intuyendo la trampa, le pregunta «¿Qué aguas, qué aguas? ¿Las del desierto?», a lo que Rick, de nuevo sarcástico, con una sonrisa sardónica, responde «bueno, me informaron mal».
Casablanca es
una de mis películas favoritas, y no sin motivos. Es un film
maravilloso por la actuación de sus protagonistas; por la
elaboración de los diálogos, que no decaen ni siquiera cuando rozan
la cursilería; por la cinematografía, con una clara influencia del
cine expresionista alemán; por el choque brutal de culturas y
nacionalidades, y por la increíble banda sonora de Max Steiner, sin
la cual la película no sería tan grande.
No
sé cómo llegué a escoger este nombre para el blog. Siendo un blog
creado por un filólogo que quiere hablar principal aunque no
exclusivamente de literatura, me estrujé el cerebro para encontrar
un título relacionado, como uno supondría bastante acertadamente,
con la literatura. Después de dar vueltas a váyase a saber cuántos
versos de poemas famosos en mi mente (hubo uno de Baudelaire que
estuvo a punto de ser seleccionado. En su lengua original, para mayor
inri) giré, casi desquiciado en mi desesperación, la cabeza hacia
mi colección de DVD, vi una de las dos ediciones de Casablanca
que tengo, y el nombre, «Las aguas de Casablanca», salió solo. No
sé muy bien cómo, pero así fue.
El
diálogo de las aguas es una muestra más del cinismo desbordante e
hiriente de Rick Blaine; es otro de los adoquines del muro que el
personaje se ha creado para que nadie pueda acceder a él y que no se
derrumbará hasta que Ilsa lo tire abajo a puros martillazos. ¿Pero
qué ocurre si nos tomamos la licencia de extrapolar el significado
de esas aguas y lo aplicamos a la sociedad actual? En un mundo
mercantilizado, todo está incluido en un escaparate y todo se vende.
Los vendedores, en su insaciable necesidad de comerciar, han tenido que
saturarnos hasta que hemos llegado al punto en el que hay que vender
cualquier cosa, entrando nosotros, los compradores, en un bucle
infinito del que es muy difícil salir. Al final, cuando no queda
nada más por publicitar, se nos ofrece aire. Humo. Nada. Y este axioma
gongorino es lo que intento ejemplificar con las aguas de Casablanca.
Todos estamos muy mal informados, y a todos nos han llevado,
hacinados en vagones de ganado, al desierto de Casablanca. A tomar
las aguas todo el mundo. No las encontramos, claro, pero pagamos por
ellas, nos hacemos la foto en la ciudad y volvemos a casa para
demostrar a todo el mundo que hemos estado allí. «¿Y las aguas?
¿Las encontraste?». Respondemos: «No, pero me he traído esto a
casa, y esto, y...» todo al trastero, a acumular polvo.
Hay
que abrir la mente, porque hacerlo ayuda a abrir los ojos, a
desarrollar la percepción necesaria para que no nos engañen. Hay
que leer, hay que escuchar buena música, hay que ver películas, hay
que observar obras de arte. Lo que hoy en día ya no se considera
«útil» es una de nuestras mejores defensas y estamos dejando que
nos la arrebaten. Hay que disfrutar del arte, de la pasión del ser
humano, y unidos podremos dejar de buscar las aguas de Casablanca.
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