Hay
muchas cosas de este mundo, y en concreto de las gloriosas Españas,
con las que no estoy nada de acuerdo. Una de ellas, por parecerme
especialmente insultante para la inteligencia de los habitantes de
este país que la poseen, se ha convertido en objetivo para mis miras
más beligerantes y vehementes: el falseamiento de la realidad
mediante el enmascaramiento de todo lo negativo que un poder
debilitado, desgastado y tambaleante ha lanzado sobre una sociedad
que cada vez tiene menos arrestos para enfrentarse a lo que tiene a
su alrededor. Esto me recuerda a lo que Carmen Martín Gaite dijo,
allá por 1994, sobre su querido amigo Ignacio Aldecoa: «Descarado e
irrespetuoso desmitificador en una época cuajada de mitos». Cuando
lo leí por primera vez, no pude dejar de sentirme identificado con
la definición (y mis conflictos me ha costado ser así). Y es que
cuando una sociedad está tan sometida a este poder falsario que
cubre todo con un velo de mentira, hay que tener mucho valor para
atreverse a descorrer esa cortina y enseñar a los demás, a los que
no ven, la mierda que se esconde detrás. Siempre acaba topándose
uno con el que dice «sé que todo está muy mal, pero déjame que me
engañe un poquito». Como para sufrir menos. Y que se joda la
verdad.
Esta
semana se lanzó el anuncio navideño de Lotería Nacional de España.
No voy a entrar aquí en cuestiones políticas y económicas, aunque la
parte «Nacional de España» ya tendría que hacer dudar a unos
cuantos. Que le den un Goya a los que han hecho el anuncio, por
favor. No, no: que les den un Oscar. O, mejor todavía, que les den
unos azotes. Parece que estos señores han pretendido —o no pero
quieren convencernos de que sí— mostrar, después del fiasco con
la Caballé y sus muñecos del pasado año, la verdadera España. La
España de los humildes. Del hombre de a pie, el Juan Nadie de Capra.
Los que sufren la crisis, vamos. O sea. Y la gente se lo ha creído
porque han ido a tocar fibra. Pero al anuncio de marras se le ven las
costuras.
Vamos
a comenzar con la ambientación: esa ciudad española cubierta por la
nieve. Nieve idílica, acogedora, mentirosa. Porque todos sabemos que
España es país de nieves perpetuas. Pasamos al interior de una
vivienda y vemos a un hombre que es pobre; y sabemos que es pobre,
como nosotros, los infelices que compramos los boletos, porque está
despeinado y lleva unas barbas descuidadas. Y tiene el ceño fruncido
ya que, claro, la vida es dura y los tiempos están malos. El Dr.
House de las Navidades pasadas. Cuando aparece su mujer, que también
es pobre, descubrimos que ha tocado el sorteo de Navidad en algún
lugar donde House compra boletos cada año excepto, vea usted qué
mala pata, este año. Como el señor es pobre, no puede gastarse los
veinte eurazos que vale el chiste. Y la mujer, en una actitud muy
española, le dice que qué se le va a hacer, que no pasa nada, y que
lo más correcto es que House se acerque al sitio a felicitar a los
que sí han comprado la lotería. Porque lo normal no sería que la
esposa pusiese al marido de imbécil para arriba.
Y aquí
tenemos a House, tirando a cabizbajo —imagino que ciscándose en lo
más sagrado y parte de lo impío—, caminando bajo la nieve. No sé
si como el dickensiano Sydney Carton en el Londres del XVIII o a lo
James Stewart en ¡Qué bello es vivir!;
pero el James Stewart triste, el jodido, el suicida, el de antes de
que aparezca Clarence a ganarse las alas. Y para que sigamos
identificándonos con los personajes, le ponen a House de nombre
Manuel y al dueño del bar donde ha tocado, Antonio; porque no vamos
a ponerles, no sé, Gustav y Günther, que ahí ya no podemos
ponernos en la piel de esos caballeros. Y resulta que Antonio, muy
humanitario, le ha guardado el boleto a Manuel, o sea que Manuel es
rico y todo acaba bien.
No
digo que algo así no pueda ocurrir; alguien, sin duda, tiene que
quedar con compasión, buenas intenciones y capacidad de sacrificio,
aunque sea un riesgo enorme hoy en día. El gran problema del anuncio
es que la realidad que muestra es falsa, manipulada. Es uno de los
mitos a los que se enfrentó Aldecoa. Después de todo, ¿qué
moraleja sacamos de esto? La vida de Manuel, claro está, ha mejorado
(siempre que no acabe, y se han dado casos, depresivo, secuestrado o
suicidándose), pero ¿de qué forma? Comprando un trozo de papel con
el que, azar mediante, puedes ganar dinero. No parece importar que
tengas más posibilidades de que te caiga un rayo mientras te bañas
en el mar y un tiburón te está mordiendo la pierna —eso dijo John
Oliver en un vídeo que he colgado al final del artículo— que de
que te toque la lotería. Hay quien podrá decirme, y ya casi puedo
oírlo, que el anuncio está jugando con la ilusión. Por supuesto
que lo hace: juega con las ilusiones que, por si no ha quedado claro
todavía, en los tiempos que estamos viviendo son un lujo que muy
pocos pueden permitirse. Cuando la ilusión puede definirse, por
ejemplo, en tener unos padres dinero para meter algo de embutido
entre las dos rebanadas de pan de su hijo, es este un juego muy
peligroso.
Hay
que desenmascarar del todo a la España de verdad, no la que nos
bombardean a diario para que nos olvidemos de otras cosas. En una
ocasión, cuando preguntaron a Ignacio Aldecoa si era un escritor
social, respondió esto:
Me
acuerdo de haber leído en un prólogo de O'Flaherty a un libro de
Green, De la mina al cementerio,
que él «no tenía la culpa de que su mundo circundante fuera negro
y feo y que él escribía de lo que tenía cerca y le hería».
Añadiendo: «Pido a mis críticos que construyan un mundo de color
de rosa y yo automáticamente me teñiré de rosa». En estas dos
frases se encierra la grandeza y servidumbre de la literatura social.
Esa literatura gritada termina su función social en cuanto acaba el
problema del «mundo circundante feo y negro»; probablemente pasa a
ser historia literaria, acaso con letra minúscula perdida entre los
paréntesis de los textos de escolares futuros. Pero la literatura
rosa cuando el mundo circundante «es negro y feo» impide la
conciencia de la realidad y supone una traición a la colectividad,
aunque gran parte de esta colectividad la tome por buena y guste de
ella.
Cuando las cosas están
tan mal como ahora, no debemos engañarnos con idealismos ficticios.
Eso lo supo muy bien Ignacio Aldecoa, el mejor retratador de la vida
de los humildes en la España de los años cincuenta. Si Aldecoa
quería denunciar la miseria a la que se veían sometidos los que no
tenían más remedio que vivir en chabolas, describía el espacio,
las personas y las sensaciones del ambiente de forma fidedigna, como
ya lo había hecho Steinbeck años atrás en The Harvest Gypsies:
En
el interior de la chabola, oscuridad; oscuridad cargada de modorra.
Una mujer friega platos metálicos en un cubo. Un hombre duerme, al
fondo, tendido en el suelo, la cabeza invisible bajo un periódico
abierto a doble plana. Medio cuerpo cubierto con una camiseta
agujereada, medio sin tapujos, un chiquillo panzudo se mueve con
torpeza de cachorro de un lado a otro. Se atusa el pelo la mujer con
el dorso de la mano, hinchada y roja, que saca del agua, grasa, ocre,
espumeante. Vuelve la cabeza hacia el cajón sobre el que blanquea un
trapo, alegran flores en un bote y pica el tiempo un reloj
despertador.
No es agradable, ni
bonito —aunque sí de una fuerza gráfica impresionante—, pero es
la verdad. Una verdad de hace sesenta años que nos es demasiado
cercana, por desgracia. Pero había más: la gente de la chabola era
una parte de la sociedad del momento; había otra sección, la de los
más mezquinos, a la que Aldecoa dedicó líneas memorables con un
estilo que aprendió del maestro, don Ramón María del Valle-Inclán:
Las
cristaleras del café siempre estaban sucias y la luz de la glorieta,
agria y escenográfica, se filtraba a través de ellas con matices de
recuelo. El viejo camarero arterioesclerótico arrastraba la pierna
mala como cosa ajena a su persona e iba de mesa en mesa, frágil,
doméstico, temblante y arácnido. Bufaba la máquina exprés;
cantiñeaba el aburrido cerillero; la señora de los servicios
cultivaba sus emociones leyendo una novela de amor; el chicharreo de
la llamada del teléfono no era atendido; esputaban en sus pañuelos,
y por turno, los cinco viejos del friso de la tertulia de fondo;
bajaba el cura jugador las escaleras de la timba; componía un
melindre la pájara pinta timándose con un señor solitario y de
mirada huidiza; el renegrido limpia tenía un vivaz sátiro bajo la
roña, el betún y la piel, y no se perdía detalle, desde su ras,
sacando lustre a los zapatos de una vedette del
Maravillas. En los grandes y mágicos espejos había salones hasta la
angostura del infinito y la perspectiva de las lámparas reflejadas
era una pesadilla surreal.
Hablando
de Valle-Inclán, tenemos que recordar el anuncio de Lotería del año
pasado. He oído opiniones que consideran que el anuncio de este año
es mucho más representativo de España que el anterior. He de
oponerme a esa idea: la promoción de 2013 intentó ser algo solemne
y emotivo, pero se quedó en una fantochada grotesca. Con ello, los
publicistas, sin pretenderlo, lograron representar a la verdadera
España: el anuncio de Caballé y sus amigos era un puro esperpento.
Esa España grotesca, la de Valle, Goya, Quevedo y parte de Aldecoa,
es la verdad que el poder, tradicionalmente, siempre ha intentado
esconder. Pero, debo matizar, la grandeza del esperpento no está
solamente en la deformación sistemática que hace de España en
la época de Valle. No, la verdadera grandeza del esperpento está en
que, a través de la mezcla de lo trágico y lo absurdo, Valle-Inclán
consiguió dejar constancia del disparate carnavalesco, de fantoches y monigotes, de
todo un país. Después de todo, la deformación sistemática del
esperpento no es una creación total sino un producto de la
imitación, puesto que las obras de Valle son un reflejo de una
realidad que ya es grotesca de por sí —y esa lección la aprendió
muy bien Ignacio Aldecoa—. Por eso el accidente televisivo de hace
un año fue un fiel reflejo de España, pero no de la manera que los
capitostes habían deseado. En definitiva, aquel anunció destapó la
verdad oculta detrás de los mitos falsarios españoles: lo que Max
Estrella llamó, muy acertadamente, la «trágica mojiganga».