jueves, 7 de agosto de 2014

Tartufo en el baile de máscaras


La vida, caótica, azarosa, aleatoria, está mal montada. Mal planificada. Al inepto que deambula por ella, sin sueños y sin vocaciones, todo le parece sencillo; a los más inteligentes y sabios, de experiencia más que de conocimientos, es decir, de sensibilidad más que de mecánica memorización de las cosas, a ser posible, la vida les plantea dudas. Existenciales, pragmáticas, funcionales. La vida es un relato de Joyce en el que las epifanías llegan tarde y mal. Lo que, a efectos prácticos, es lo mismo.

Las relaciones humanas, qué duda cabe, son uno de los grandes enigmas de la vida. Cuando una persona que busca resolver rompecabezas para vencer al aburrimiento de la vida, que analiza desde la lucidez de su inteligencia el entorno, es consciente de que la mayoría de relaciones se basan en las apariencias, las mentiras y los fingimientos, esto es, la hipocresía y la mendacidad, no puede, por consiguiente, dejar de plantearse constantemente de quién puede fiarse. Si añadimos a esto los escrúpulos a la hora de aparentar, mentir y fingir, es decir, la ausencia de hipocresía, esa persona va a tender al aislamiento y la reclusión. Y el ser humano, no tan caótico y variable como parece, y, sin duda, sin tanto libre albedrío (como ya señaló en su momento Bertrand Russell), tiene algunas constantes. Una de ellas es que, de una forma o de otra, en un momento u otro, todo el mundo miente.

No engaño a nadie si afirmo que mi dedicación a la literatura y la filosofía se debe a mi pasión por resolver rompecabezas (el taedium vitae, ya se sabe). Holmes tenía los crímenes, House la medicina y yo los libros. Salvando las distancias, claro. Por eso soy tan heterodoxo en mi proceder. Irreverente, que han dicho algunos. Brillante, que han dicho los menos. Lo que sea: mi interés ronda casi siempre en torno a los puzzles mentales y a la búsqueda de respuestas para todos esos pesares existenciales (respuestas que, por cierto, nunca llegan). Para hacer de la vida un lugar menos tedioso, menos miserable. Y como últimamente me ha rondado mucho por la cabeza la idea de las relaciones humanas, y las apariencias, y las máscaras, he acudido a la gran obra sobre el tema: el Tartufo de Molière.

Fue el Barroco una época de desconfianza de la realidad; el mundo, un teatro donde los seres humanos, actores todos ellos, actuaban, portando una máscara. En España, los conceptos de honor y honra obligaban a los seres a aparentar constantemente ante los demás; de hecho, el enorme florecimiento artístico de esta época responde, al menos en parte, a la crisis que aquí se vivía: que el gran imperio del mundo se viniese abajo había que encubrirlo de alguna forma, y el poder de la época se encargó de potenciar las artes para crear una fachada bonita para los de fuera. Molière, queriendo retratar a un tipo común de la Francia del XVII, el falso devoto, logró un enfoque universalista en el que englobó a todos los hipócritas de todos los tiempos: desde el estreno de la obra, tras las vicisitudes y los roces con la censura, se ha designado a los hipócritas con el nombre de Tartufo.


No olvidemos que Tartufo es una farsa, o sea, una comedia en la que el autor hace patentes ciertos vicios y faltas de la sociedad de su tiempo. En una de las súplicas al rey Luis XIV que Molière escribió, demuestra su voluntad de crítica y corrección de esos defectos sociales, acudiendo, además, al horaciano tópico del prodesse et delectare (recordemos que en esta época comienzan a ser importantes en Francia las tertulias literarias):

Siendo como es el deber de la comedia corregir a los hombres al mismo tiempo que los divierte, pensé, dado mi oficio, que nada mejor podía hacer que atacar, ridiculizándolos, los vicios de mi siglo, y como es la hipocresía, sin duda, uno de los más frecuentes, molestos y peligrosos, se me ocurrió pensar, Señor, que podría prestar un gran servicio a todas las personas honradas de vuestro reino escribiendo una comedia que criticara a los hipócritas y que mostrara al desnudo, como es menester, todos los gestos estudiados de esos hombres de bien a ultranza, toda la falta de probidad encubierta de esos fabricantes de falsa devoción, que quieren engañar a las gentes con fingida devoción y falsa caridad.

Tartufo está magistralmente retratado. La descripción que hace Orgón del momento en que lo conoció va más allá de lo cómico y lo satírico y se convierte en un ataque que ha escocido a multitud de personas a lo largo de los años:

Orgón.—¡Ah! Si hubierais visto cómo le conocí, sentiríais por él el mismo afecto que yo le tengo. A diario venía a la iglesia, con su porte sosegado, a postrarse cerca de mí. Todas las miradas se iban tras él, pues tal era la unción con que al cielo elevaba sus plegarias: daba grandes ayes y suspiros y besaba humildemente el suelo sin cesar. Cuando yo iba a salir, al punto se me adelantaba para darme el agua bendita. Enterado por su criado, que en todo lo imitaba, de qué clase de hombre era y del estado de indigencia en que se hallaba, empecé a hacerle algunos regalillos. Mas él, con suma consideración, se empeñaba siempre en devolverme una parte de los mismos: «Es demasiado; sobra con la mitad; no merezco vuestra compasión». Cuando yo me negaba a tomarlos, ante mis propios ojos se ponía a repartirlos entre los pobres. Por fin quiso el Cielo que lo recogiera en mi casa. De entonces acá todo parece prosperar en ella. Veo que cuida de todo y que por mi propia mujer se toma, mirando a mi decoro, un extremado interés; me advierte de la gente que la corteja..., que mil veces más celoso que yo se muestra.

Cleanto, hermano de Orgón, actuando como vocero de Molière da la clave de la crítica en la obra:

Cleanto.—[…] Pretenden que todos seamos ciegos como ellos: Es impiedad tener buena vista. […] No nos engañarán esos hipocritones vuestros. Hay santurrones como hay bravucones. Y del mismo modo que no vemos que en el campo del honor los verdaderos bravos sean los que meten mucho ruido, las buenas y verdaderas personas piadosas, cuyo ejemplo debemos seguir, no son tampoco las que hacen tanta alharaca. ¿Acaso no haréis distinción entre hipocresía y devoción? ¿Pretendéis tratar con los mismos términos y honrar lo mismo a la máscara que al rostro? ¿Igualar artificio con sinceridad, confundir apariencia con verdad, estimar al fantasma tanto como a la persona, a la falsa moneda tanto como a la buena? Los hombres en su mayoría están hechos de extraña manera. Con arreglo a lo que es el estricto orden natural no se les ve actuar jamás: la razón es para ellos algo demasiado estrecho, así que siempre acaban saliéndose de sus límites. La más noble cosa la echan a perder con frecuencia por pretender exagerarla y llevarla demasiado lejos […] no veo nada más odioso que el disfraz de una falsa piedad, nada más odioso que esos charlatanes, que esos devotos de plaza cuyo sacrílego y falaz fingimiento engaña impunemente y hace burlas a placer de cuanto los mortales tienen por más santo y más sagrado.

La obra, por tradición, ha sido duramente criticada por todos aquellos que se han visto retratados en ella. En España, por ejemplo, no ha sido una obra con gran presencia en las tablas. No es de extrañar tratándose de un país de fingimientos, apariencias y negra honrilla. Si no, que se lo digan a los esperpentos de Valle-Inclán, que, casi un siglo después, siguen tocando ciertas teclas molestas. El problema de Molière, como el de todos los que sacan a relucir los defectos de las personas en lo tocante a su apariencia y las mentiras con las que construyen su máscara, es que se mete de lleno con una verdad que los «hipocritones» han construido, y al señalar la falsedad de su persona, hacen que todo el sistema se tambalee. Se pueden criticar muchos defectos a alguien y todos los perdonará; demuestra su hipocresía y montará en cólera ante tal ofensa. Después, el hipócrita intentará borrarte de su presencia como la amenaza que eres, no sin antes atacar a tu persona, intentando denigrarte, para, restándote importancia y ninguneándote, poder invalidar tu critica. Sobre ello se pronunció el autor del Tartufo en el prefacio de la obra:

Ocho días después de que hubiera sido prohibida, se representó ante la Corte una obra titulada Scaramouche el ermitaño y el Rey, al salir, dijo al Gran Príncipe en cuestión: «Me gustaría saber por qué la gente que tanto se escandaliza con la comedia de Molière no dice nada de la de Scaramouche». A lo que contestó el Príncipe: «La razón de ello es que la comedia de Scaramouche hace burlas del Cielo y de la religión, que nada importan a esos señores; mas la de Molière se mete con ellos mismos, y eso es lo que no pueden sufrir».

Al leer la obra de Jean-Baptiste Poquelin, alias Molière, recordé, a la fuerza, uno de mis textos favoritos de Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, al que suelo acudir de vez en cuando, en momentos de aguda misantropía, para conversar con él. En este texto, el por entonces joven Nietzsche define la verdad como una mentira colectiva, que ya es ponerse a adelantar acontecimientos de nuestra querida y sucia posmodernidad, y añade que es fruto del intelecto humano, que busca defenderse existencialmente, creando una barrera protectora:

El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el recurso merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de cuernos o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad.



En fin. O sea. Anoche volví a verme la adaptación del Tartufo que Murnau hizo en 1925, titulada Herr Tartüff. Es una de sus películas menores, aunque siga siendo, eso sí, un gran ejemplo de la maestría del cine expresionista alemán (y como ahora estoy estudiando los esperpentos de Valle-Inclán, muy relacionados con este tipo de cine...). Tiene la película un juego de planos muy interesante: la obra de Molière aquí adaptada es una película dentro de una película. En la historia marco, un joven actor, desheredado por su abuelo debido a su oficio, intenta destapar la hipocresía de la sirvienta, que ha convencido al abuelo, al que envenena poco a poco, para que le legue todos sus bienes. El actor, disfrazándose, acude a la casa de su abuelo para proyectar la adaptación cinematográfica de Tartufo. Para Murnau, el cine debía incluir mensajes morales, y la obra de Molière encaja perfectamente en sus propósitos. El joven actor, denigrado por su abuelo precisamente por dedicarse al cine, utiliza el cine para hacer llegar a su abuelo la verdad. Lo más interesante, y no olvidemos que estamos en 1925, es que Murnau incluye un tercer plano narrativo al colocar, como marco del marco, es decir, al principio y al final de la película, textos en los que se dirige al espectador. Así, la estructura del filme sería Mensaje moral Historia marco Tartufo Conclusión de la historia marco Mensaje moral final. Con esos mensajes, Murnau nos avisa a nosotros, los espectadores, de que también podemos ser víctimas de los hipócritas; nadie está a salvo: Vielfach ist die Zahl der Heuchler auf Erden! Vielfach die Maske, unter denen sie uns begegnen-! Oft sitzen sie neben uns und wir wissen es nicht...! Und deshalb Du – weißst Du denn – wer neben Dir sitzt??? («¡Grande es el número de hipócritas en el mundo! ¡Numerosas las máscaras con las que se nos muestran! ¡A menudo se sientan a nuestro lado sin que lo sepamos! ¿Y tú...? ¿Sabes tú... quién se sienta a tu lado?»).



La estética expresionista, deformada, desequilibrada, grotesca, que tanto recuerda a los grabados de Goya, y que tan parecida es a los esperpentos valleinclanescos, resulta perfecta para retratar lo venenoso de la hipocresía en esta pequeña joya de F.W. Murnau. Emil Jannings es un Tartufo genial: la jeta buchona, la cueva de la boca oscura y repulsiva, un ojo más cerrado que el otro. Su influencia sobre el incauto Orgón la representa el director en un par de planos muy inteligentes en los que nos muestra al engañado marido bajo una deformación que lo iguala al falso devoto que se aprovecha de él. En una primera ocasión, Elmira, eposa de Orgón, contempla un retrato de su marido y sobre él derrama una lágrima que, al ir resbalando, mostrará una imagen deformada del personaje; más grotesco aún es el reflejo de Orgón sobre una cafetera cuando éste, escondido tras unas cortinas a petición de Elmira, intenta descubrir la hipocresía de Tartufo. Las mentiras del falso devoto, en definitiva, han logrado que la pareja acabe fingiendo, entrando en el juego de la hipocresía que Elmira pretende vencer, igual que el joven actor ha de disfrazarse para destapar el engaño de la sirvienta de su abuelo. Del baile de máscaras, nadie puede escapar.



Ediciones manejadas:

  • Molière, Tartufo. Edición de Encarnación García Fernández y Eduardo J. Fernández Montes. Traducción de Encarnación García Fernández y Eduardo J. Fernández Montes, Madrid, Cátedra, 1994.
  • Nietzsche, Friedrich, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral y otros fragmentos de filosofía del conocimiento. Edición preparada por Manuel Garrido, Madrid, Tecnos, 2012.



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