La
vida, caótica, azarosa, aleatoria, está mal montada. Mal
planificada. Al inepto que deambula por ella, sin sueños y sin
vocaciones, todo le parece sencillo; a los más inteligentes y
sabios, de experiencia más que de conocimientos, es decir, de
sensibilidad más que de mecánica memorización de las cosas, a ser
posible, la vida les plantea dudas. Existenciales, pragmáticas,
funcionales. La vida es un relato de Joyce en el que las epifanías
llegan tarde y mal. Lo que, a efectos prácticos, es lo mismo.
Las
relaciones humanas, qué duda cabe, son uno de los grandes enigmas de
la vida. Cuando una persona que busca resolver rompecabezas para
vencer al aburrimiento de la vida, que analiza desde la lucidez de su
inteligencia el entorno, es consciente de que la mayoría de
relaciones se basan en las apariencias, las mentiras y los
fingimientos, esto es, la hipocresía y la mendacidad, no puede, por
consiguiente, dejar de plantearse constantemente de quién puede
fiarse. Si añadimos a esto los escrúpulos a la hora de aparentar,
mentir y fingir, es decir, la ausencia de hipocresía, esa persona va
a tender al aislamiento y la reclusión. Y el ser humano, no tan
caótico y variable como parece, y, sin duda, sin tanto libre
albedrío (como ya señaló en su momento Bertrand Russell), tiene
algunas constantes. Una de ellas es que, de una forma o de otra, en
un momento u otro, todo el mundo miente.
No
engaño a nadie si afirmo que mi dedicación a la literatura y la
filosofía se debe a mi pasión por resolver rompecabezas (el taedium
vitae, ya se sabe). Holmes tenía
los crímenes, House la medicina y yo los libros. Salvando las
distancias, claro. Por eso soy tan heterodoxo en mi proceder.
Irreverente, que han dicho algunos. Brillante, que han dicho los
menos. Lo que sea: mi interés ronda casi siempre en torno a los
puzzles mentales y a la búsqueda de respuestas para todos esos
pesares existenciales (respuestas que, por cierto, nunca llegan).
Para hacer de la vida un lugar menos tedioso, menos miserable. Y como
últimamente me ha rondado mucho por la cabeza la idea de las
relaciones humanas, y las apariencias, y las máscaras, he acudido a
la gran obra sobre el tema: el Tartufo de
Molière.
Fue
el Barroco una época de desconfianza de la realidad; el mundo, un
teatro donde los seres humanos, actores todos ellos, actuaban,
portando una máscara. En España, los conceptos de honor y honra
obligaban a los seres a aparentar constantemente ante los demás; de
hecho, el enorme florecimiento artístico de esta época responde, al
menos en parte, a la crisis que aquí se vivía: que el gran imperio
del mundo se viniese abajo había que encubrirlo de alguna forma, y
el poder de la época se encargó de potenciar las artes para crear
una fachada bonita para los de fuera. Molière, queriendo retratar a
un tipo común de la Francia del XVII,
el falso devoto, logró un enfoque universalista en el que englobó a
todos los hipócritas de todos los tiempos: desde el estreno de la
obra, tras las vicisitudes y los roces con la censura, se ha
designado a los hipócritas con el nombre de Tartufo.
No
olvidemos que Tartufo es
una farsa, o sea, una comedia en la que el autor hace patentes
ciertos vicios y faltas de la sociedad de su tiempo. En una de las
súplicas al rey Luis XIV que Molière escribió, demuestra su
voluntad de crítica y corrección de esos defectos sociales,
acudiendo, además, al horaciano tópico del prodesse et
delectare (recordemos que en
esta época comienzan a ser importantes en Francia las tertulias
literarias):
Siendo
como es el deber de la comedia corregir a los hombres al mismo tiempo
que los divierte, pensé, dado mi oficio, que nada mejor podía hacer
que atacar, ridiculizándolos, los vicios de mi siglo, y como es la
hipocresía, sin duda, uno de los más frecuentes, molestos y
peligrosos, se me ocurrió pensar, Señor, que podría prestar un
gran servicio a todas las personas honradas de vuestro reino
escribiendo una comedia que criticara a los hipócritas y que
mostrara al desnudo, como es menester, todos los gestos estudiados de
esos hombres de bien a ultranza, toda la falta de probidad encubierta
de esos fabricantes de falsa devoción, que quieren engañar a las
gentes con fingida devoción y falsa caridad.
Tartufo está
magistralmente retratado. La descripción que hace Orgón del momento
en que lo conoció va más allá de lo cómico y lo satírico y se
convierte en un ataque que ha escocido a multitud de personas a lo
largo de los años:
Orgón.—¡Ah!
Si hubierais visto cómo le conocí, sentiríais por él el mismo
afecto que yo le tengo. A diario venía a la iglesia, con su porte
sosegado, a postrarse cerca de mí. Todas las miradas se iban tras
él, pues tal era la unción con que al cielo elevaba sus plegarias:
daba grandes ayes y suspiros y besaba humildemente el suelo sin
cesar. Cuando yo iba a salir, al punto se me adelantaba para darme el
agua bendita. Enterado por su criado, que en todo lo imitaba, de qué
clase de hombre era y del estado de indigencia en que se hallaba,
empecé a hacerle algunos regalillos. Mas él, con suma
consideración, se empeñaba siempre en devolverme una parte de los
mismos: «Es demasiado; sobra con la mitad; no merezco vuestra
compasión». Cuando yo me negaba a tomarlos, ante mis propios ojos
se ponía a repartirlos entre los pobres. Por fin quiso el Cielo que
lo recogiera en mi casa. De entonces acá todo parece prosperar en
ella. Veo que cuida de todo y que por mi propia mujer se toma,
mirando a mi decoro, un extremado interés; me advierte de la gente
que la corteja..., que mil veces más celoso que yo se muestra.
Cleanto, hermano de
Orgón, actuando como vocero de Molière da la clave de la crítica
en la obra:
Cleanto.—[…]
Pretenden que todos seamos ciegos como ellos: Es impiedad tener buena
vista. […] No nos engañarán esos hipocritones vuestros. Hay
santurrones como hay bravucones. Y del mismo modo que no vemos que en
el campo del honor los verdaderos bravos sean los que meten mucho
ruido, las buenas y verdaderas personas piadosas, cuyo ejemplo
debemos seguir, no son tampoco las que hacen tanta alharaca. ¿Acaso
no haréis distinción entre hipocresía y devoción? ¿Pretendéis
tratar con los mismos términos y honrar lo mismo a la máscara que
al rostro? ¿Igualar artificio con sinceridad, confundir apariencia
con verdad, estimar al fantasma tanto como a la persona, a la falsa
moneda tanto como a la buena? Los hombres en su mayoría están
hechos de extraña manera. Con arreglo a lo que es el estricto orden
natural no se les ve actuar jamás: la razón es para ellos algo
demasiado estrecho, así que siempre acaban saliéndose de sus
límites. La más noble cosa la echan a perder con frecuencia por
pretender exagerarla y llevarla demasiado lejos […] no veo nada más
odioso que el disfraz de una falsa piedad, nada más odioso que esos
charlatanes, que esos devotos de plaza cuyo sacrílego y falaz
fingimiento engaña impunemente y hace burlas a placer de cuanto los
mortales tienen por más santo y más sagrado.
La
obra, por tradición, ha sido duramente criticada por todos aquellos
que se han visto retratados en ella. En España, por ejemplo, no ha
sido una obra con gran presencia en las tablas. No es de extrañar
tratándose de un país de fingimientos, apariencias y negra
honrilla. Si no, que se lo digan a los esperpentos de Valle-Inclán,
que, casi un siglo después, siguen tocando ciertas teclas molestas.
El problema de Molière, como el de todos los que sacan a relucir los
defectos de las personas en lo tocante a su apariencia y las mentiras
con las que construyen su máscara, es que se mete de lleno con una
verdad que los «hipocritones» han construido, y al señalar la
falsedad de su persona, hacen que todo el sistema se tambalee. Se
pueden criticar muchos defectos a alguien y todos los perdonará;
demuestra su hipocresía y montará en cólera ante tal ofensa.
Después, el hipócrita intentará borrarte de su presencia como la
amenaza que eres, no sin antes atacar a tu persona, intentando
denigrarte, para, restándote importancia y ninguneándote, poder
invalidar tu critica. Sobre ello se pronunció el autor del Tartufo
en el
prefacio de la obra:
Ocho
días después de que hubiera sido prohibida, se representó ante la
Corte una obra titulada Scaramouche el ermitaño y
el Rey, al salir, dijo al Gran Príncipe en cuestión: «Me gustaría
saber por qué la gente que tanto se escandaliza con la comedia de
Molière no dice nada de la de Scaramouche». A lo que contestó el
Príncipe: «La razón de ello es que la comedia de Scaramouche hace
burlas del Cielo y de la religión, que nada importan a esos señores;
mas la de Molière se mete con ellos mismos, y eso es lo que no
pueden sufrir».
Al leer la obra de
Jean-Baptiste Poquelin, alias Molière, recordé, a la fuerza, uno de
mis textos favoritos de Friedrich Nietzsche, Sobre verdad y
mentira en sentido extramoral,
al que suelo acudir de vez en cuando, en momentos de aguda
misantropía, para conversar con él. En este texto, el por entonces
joven Nietzsche define la verdad como una mentira colectiva, que ya
es ponerse a adelantar acontecimientos de nuestra querida y sucia
posmodernidad, y añade que es fruto del intelecto humano, que busca
defenderse existencialmente, creando una barrera protectora:
El
intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus
fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el recurso merced
al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, aquellos
a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia,
de cuernos o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los
hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el
engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la
farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el
convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y
ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de
la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay
nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre
los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad.
En fin. O sea. Anoche
volví a verme la adaptación del Tartufo que
Murnau hizo en 1925, titulada Herr Tartüff.
Es una de sus películas menores, aunque siga siendo, eso sí, un
gran ejemplo de la maestría del cine expresionista alemán (y como
ahora estoy estudiando los esperpentos de Valle-Inclán, muy
relacionados con este tipo de cine...). Tiene la película un juego
de planos muy interesante: la obra de Molière aquí adaptada es una
película dentro de una película. En la historia marco, un joven
actor, desheredado por su abuelo debido a su oficio, intenta destapar
la hipocresía de la sirvienta, que ha convencido al abuelo, al que
envenena poco a poco, para que le legue todos sus bienes. El actor,
disfrazándose, acude a la casa de su abuelo para proyectar la
adaptación cinematográfica de Tartufo.
Para Murnau, el cine debía incluir mensajes morales, y la obra de
Molière encaja perfectamente en sus propósitos. El joven actor,
denigrado por su abuelo precisamente por dedicarse al cine, utiliza
el cine para hacer llegar a su abuelo la verdad. Lo más interesante,
y no olvidemos que estamos en 1925, es que Murnau incluye un tercer
plano narrativo al colocar, como marco del marco, es decir, al
principio y al final de la película, textos en los que se dirige al
espectador. Así, la estructura del filme sería Mensaje
moral → Historia
marco → Tartufo →
Conclusión de la historia marco →
Mensaje moral final.
Con esos mensajes, Murnau nos avisa a nosotros, los espectadores, de
que también podemos ser víctimas de los hipócritas; nadie está a
salvo: Vielfach ist die Zahl der Heuchler auf Erden!
Vielfach die Maske, unter denen sie uns begegnen-! Oft sitzen sie
neben uns und wir wissen es nicht...! Und deshalb Du – weißst Du
denn – wer neben Dir sitzt??? («¡Grande
es el número de hipócritas en el mundo! ¡Numerosas las máscaras
con las que se nos muestran! ¡A menudo se sientan a nuestro lado sin
que lo sepamos! ¿Y tú...? ¿Sabes tú... quién se sienta a tu
lado?»).
La
estética expresionista, deformada, desequilibrada, grotesca, que
tanto recuerda a los grabados de Goya, y que tan parecida es a los
esperpentos valleinclanescos, resulta perfecta para retratar lo
venenoso de la hipocresía en esta pequeña joya de F.W. Murnau. Emil
Jannings es un Tartufo genial: la jeta buchona, la cueva de la boca
oscura y repulsiva, un ojo más cerrado que el otro. Su influencia
sobre el incauto Orgón la representa el director en un par de planos
muy inteligentes en los que nos muestra al engañado marido bajo una
deformación que lo iguala al falso devoto que se aprovecha de él.
En una primera ocasión, Elmira, eposa de Orgón, contempla un
retrato de su marido y sobre él derrama una lágrima que, al ir
resbalando, mostrará una imagen deformada del personaje; más
grotesco aún es el reflejo de Orgón sobre una cafetera cuando éste,
escondido tras unas cortinas a petición de Elmira, intenta descubrir
la hipocresía de Tartufo. Las mentiras del falso devoto, en
definitiva, han logrado que la pareja acabe fingiendo, entrando en el
juego de la hipocresía que Elmira pretende vencer, igual que el
joven actor ha de disfrazarse para destapar el engaño de la
sirvienta de su abuelo. Del baile de máscaras, nadie puede escapar.
Ediciones
manejadas:
- Molière, Tartufo. Edición de Encarnación García Fernández y Eduardo J. Fernández Montes. Traducción de Encarnación García Fernández y Eduardo J. Fernández Montes, Madrid, Cátedra, 1994.
- Nietzsche, Friedrich, Sobre verdad y mentira en sentido extramoral y otros fragmentos de filosofía del conocimiento. Edición preparada por Manuel Garrido, Madrid, Tecnos, 2012.
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