domingo, 13 de octubre de 2013

Los niños de la guerra en un cuento de Jesús Fernández Santos


Después de la Guerra Civil se produjo un cambio en la narrativa española. Ante una nueva realidad opresiva, censora y carente de libertades, un grupo de escritores decide representar la realidad en la novela, introduciendo en la narración la denuncia social, dando paso a lo que se ha dado por llamar «realismo social», género del que se pueden discutir seriamente sus premisas. El mayor problema de este tipo de novela reside en el hecho de que la introducción de la ideología política, sea del lado que sea, desequilibra la obra de arte; a mayor ideología, menor valor artístico. El resultado es una serie de novelas de, con algunas excepciones, escaso interés novelesco y narrativo; no son más que obras que responden a un momento histórico muy definido y delimitado, y, por consiguiente, al salir de ese momento pierden la intención, pobre o no, con la que fueron concebidas.

Existe un grupo de jóvenes escritores que comienzan a escribir en la posguerra, publicando sus primeras obras importantes a partir de la década de los 50. Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Benet, y otros tantos conformarán la llamada «generación de los 50» o «generación del medio siglo». Tienen todos ellos en común haber sido niños durante la guerra, su disconformidad ante una realidad educativa y cultural decadente —recordemos que todos ellos habían nacido cuando comenzó la República y, aunque eran aún niños de corta edad, hubo de llegarles, al menos, algún eco de cómo fue la cultura en la época entre dictaduras que fue de 1931 a 1936—, y que, casi en su totalidad, cultivaron una narrativa distinta a la corriente del realismo social: Aldecoa con El fulgor y la sangre y Con el viento solano; Ferlosio con El Jarama; Carmen Martín Gaite con Entre visillos... El único que se acercó al realismo social más al uso fue Jesús Fernández Santos en su novela Los bravos.


Josefina Aldecoa, mujer de Ignacio Aldecoa, habla en el prólogo a su antología Los niños de la guerra de lo que supuso para ellos el conflicto que comenzó en 1936 y cómo lo encararon:

Cuando sobrevino la catástrofe, maduramos de prisa. Los mayores bajaron la guardia. Acobardados o luchadores, se vieron obligados a hacer frente a momentos angustiosos. Nuestros padres olvidaron las normas, nos dejaron vivir. Se podía salir de casa sin grandes dificultades. Se podían escuchar las conversaciones sin que nadie se fijase en nuestra presencia. Se podía ir sucio. Los estudios pasaron a un lugar perdido y lejano. Se iba y se venía sin orden ni concierto, llevado por los acontecimientos. Se aprendía que la guerra, nuestra guerra, era una guerra de buenos y malos, como se pretende que sean todas las guerras, y nos aferrábamos fuertemente a los buenos que nuestros padres patrocinaban. Se podía llorar de miedo y reír de miedo. Se olvidaba la hora de ir a la cama, la hora de levantarse. Se comía lo que aparecía sobre la mesa, a cualquier hora. Se habían roto las rutinas internas de la vida familiar. Se habían abierto las puertas de la calle anárquica y variopinta. La gente huía, moría, amaba, odiaba, sufría, luchaba por sobrevivir. Porque nosotros éramos la retaguardia. La vida familiar desvió su atención del orden doméstico para fijarla en lo que sucedía en la calle. Y los niños salieron de sus protegidos rincones y se sintieron libres e independientes entre los miedos y las ruinas.

Este ambiente bélico contemplado desde la mirada inocente de un niño lo recoge Jesús Fernández Santos en su cuento «El primo Rafael», aparecido en Cabeza rapada y recogido por Josefina en su antología, donde se narra la historia de un niño llamado Julio y su primo, Rafael, al llegar las tropas franquistas a la meseta madrileña que fue hogar del propio Fernández Santos en su infancia. Al convertirse el lugar «en frente», palabra que parece reptar amenazante entre los personajes del cuento, comienza una caravana de refugiados que llevará a los dos niños, junto a sus familias, a Segovia, huyendo, sin conseguirlo, de un conflicto armado que lo destruye todo.


Al iniciarse el cuento, el escritor establece el contraste entre los dos niños; contraste entre la sensibilidad de Julio y la inconsciencia de Rafael. El primero se enfrentará, llevado de la mano del segundo, a la crueldad de la guerra, a lo absurdo del conflicto y la macabra presencia de la muerte. Pasaremos de una incomprensión de la guerra, que es al principio «sólo un rumor, un fuego, una nube plomiza que surgía de entre los pinos», a la certidumbre, al descubrimiento, tras el hallazgo del cadáver calcinado de un soldado: «Lo recordaba bien. Recordaba las piernas intactas, sin quemar, y las botas retorcidas, abiertas».

A lo largo de todo el cuento, el ansia de aventura de Rafael arrastrará a Julio, mostrándole la cruda realidad, alejándolo del espacio seguro de la inocencia infantil. Para Rafael será más sencillo porque en todo momento seguirá adornando lo que está ocurriendo como si fuese un juego infantil, pero la conciencia de Julio irá despertándose poco a poco a medida que la guerra vaya penetrando más en su vida.

Al final, después de haber sido atropellado por un camión de las tropas falangistas, Rafael morirá. La muerte, tan cercana en este caso, acaba de arrancar a Julio de los brazos de la inocencia. Ya no queda más remedio, como dice Josefina Aldecoa, que madurar; la infancia tiene que quedar atrás y ya no podrá volver nunca más. Todo recuerdo del pasado pertenece ahora al olvido:

Al día siguiente, sin embargo, todo había vuelto a su cauce y las hermanas a sus secretos. Fue por fin al colegio. No recordó más la historia de las válvulas. Los tapones que guardaba en el cajón de su pupitre le parecían inútiles, tan muertos como el primo, y cuando en Navidad marchó la familia a Salamanca, quedaron olvidados, como Rafael, como la prima Mercedes, como los días de libertad pasados en Segovia.

Lo único que le queda a Julio es el vacío, la inutilidad, el olvido. Ese concienciar al personaje a partir de la muerte, la ducha fría de realidad, es un elemento común a todos los miembros de la generación. En El fulgor y la sangre, Aldecoa termina la historia con la llegada de un cadáver a una casa cuartel de la Guardia Civil en la que no ha ocurrido nada hasta ahora. Uno de los niños, el mayor de todos, hijo de un guardia, pasa, tras la contemplación del muerto, al mundo de los adultos. En El cuarto de atrás, la protagonista se enfrenta a la realidad después de contemplar a su padre mirar absorto los restos de su Pontiac negro último modelo. Porque la pérdida, el poco tener y menos esperar, el porvenir que no acaba de llegar, son todos constantes de este joven y genial grupo de escritores, y en todos ellos, quien más, quien menos, aparece esa extrañeza kafkiana ante una realidad que lo aliena a uno, que lo asfixia lentamente, en la que no queda lugar para los juegos infantiles. La crueldad de la vida siempre acecha.

(Edición utilizada: Josefina R. Aldecoa (ed.), Los niños de la guerra. Selección, prólogo, semblanzas, biografías y comentarios de Josefina Rodríguez Aldecoa, Madrid, Anaya, 1983)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Licencia Creative Commons
Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivar 4.0 Internacional.