Después de la Guerra
Civil se produjo un cambio en la narrativa española. Ante una nueva
realidad opresiva, censora y carente de libertades, un grupo de
escritores decide representar la realidad en la novela, introduciendo
en la narración la denuncia social, dando paso a lo que se ha dado
por llamar «realismo social», género del que se pueden discutir
seriamente sus premisas. El mayor problema de este tipo de novela
reside en el hecho de que la introducción de la ideología política,
sea del lado que sea, desequilibra la obra de arte; a mayor
ideología, menor valor artístico. El resultado es una serie de
novelas de, con algunas excepciones, escaso interés novelesco y
narrativo; no son más que obras que responden a un momento histórico
muy definido y delimitado, y, por consiguiente, al salir de ese
momento pierden la intención, pobre o no, con la que fueron
concebidas.
Existe un grupo de
jóvenes escritores que comienzan a escribir en la posguerra,
publicando sus primeras obras importantes a partir de la década de
los 50. Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite, Rafael Sánchez
Ferlosio, Juan Benet, y otros tantos conformarán la llamada
«generación de los 50» o «generación del medio siglo». Tienen
todos ellos en común haber sido niños durante la guerra, su
disconformidad ante una realidad educativa y cultural decadente
—recordemos que todos ellos habían nacido cuando comenzó la
República y, aunque eran aún niños de corta edad, hubo de
llegarles, al menos, algún eco de cómo fue la cultura en la época
entre dictaduras que fue de 1931 a 1936—, y que, casi en su
totalidad, cultivaron una narrativa distinta a la corriente del
realismo social: Aldecoa con El fulgor y la sangre y
Con el viento solano;
Ferlosio con El Jarama;
Carmen Martín Gaite con Entre visillos...
El único que se acercó al realismo social más al uso fue Jesús
Fernández Santos en su novela Los bravos.
Josefina
Aldecoa, mujer de Ignacio Aldecoa, habla en el prólogo a su
antología Los niños de la guerra de
lo que supuso para ellos el conflicto que comenzó en 1936 y cómo lo
encararon:
Cuando
sobrevino la catástrofe, maduramos de prisa. Los mayores bajaron la
guardia. Acobardados o luchadores, se vieron obligados a hacer frente
a momentos angustiosos. Nuestros padres olvidaron las normas, nos
dejaron vivir. Se podía salir de casa sin grandes dificultades. Se
podían escuchar las conversaciones sin que nadie se fijase en
nuestra presencia. Se podía ir sucio. Los estudios pasaron a un
lugar perdido y lejano. Se iba y se venía sin orden ni concierto,
llevado por los acontecimientos. Se aprendía que la guerra, nuestra
guerra, era una guerra de buenos y malos, como se pretende que sean
todas las guerras, y nos aferrábamos fuertemente a los buenos que
nuestros padres patrocinaban. Se podía llorar de miedo y reír de
miedo. Se olvidaba la hora de ir a la cama, la hora de levantarse. Se
comía lo que aparecía sobre la mesa, a cualquier hora. Se habían
roto las rutinas internas de la vida familiar. Se habían abierto las
puertas de la calle anárquica y variopinta. La gente huía, moría,
amaba, odiaba, sufría, luchaba por sobrevivir. Porque nosotros
éramos la retaguardia. La vida familiar desvió su atención del
orden doméstico para fijarla en lo que sucedía en la calle. Y los
niños salieron de sus protegidos rincones y se sintieron libres e
independientes entre los miedos y las ruinas.
Este
ambiente bélico contemplado desde la mirada inocente de un niño lo
recoge Jesús Fernández Santos en su cuento «El primo Rafael»,
aparecido en Cabeza rapada y
recogido por Josefina en su antología, donde se narra la historia de
un niño llamado Julio y su primo, Rafael, al llegar las tropas
franquistas a la meseta madrileña que fue hogar del propio Fernández
Santos en su infancia. Al convertirse el lugar «en frente», palabra
que parece reptar amenazante entre los personajes del cuento,
comienza una caravana de refugiados que llevará a los dos niños,
junto a sus familias, a Segovia, huyendo, sin conseguirlo, de un
conflicto armado que lo destruye todo.
Al
iniciarse el cuento, el escritor establece el contraste entre los dos
niños; contraste entre la sensibilidad de Julio y la inconsciencia
de Rafael. El primero se enfrentará, llevado de la mano del segundo,
a la crueldad de la guerra, a lo absurdo del conflicto y la macabra
presencia de la muerte. Pasaremos de una incomprensión de la guerra,
que es al principio «sólo un rumor, un fuego, una nube plomiza que
surgía de entre los pinos», a la certidumbre, al descubrimiento,
tras el hallazgo del cadáver calcinado de un soldado: «Lo recordaba
bien. Recordaba las piernas intactas, sin quemar, y las botas
retorcidas, abiertas».
A
lo largo de todo el cuento, el ansia de aventura de Rafael arrastrará
a Julio, mostrándole la cruda realidad, alejándolo del espacio
seguro de la inocencia infantil. Para Rafael será más sencillo
porque en todo momento seguirá adornando lo que está ocurriendo
como si fuese un juego infantil, pero la conciencia de Julio irá
despertándose poco a poco a medida que la guerra vaya penetrando más
en su vida.
Al
final, después de haber sido atropellado por un camión de las
tropas falangistas, Rafael morirá. La muerte, tan cercana en este
caso, acaba de arrancar a Julio de los brazos de la inocencia. Ya no
queda más remedio, como dice Josefina Aldecoa, que madurar; la
infancia tiene que quedar atrás y ya no podrá volver nunca más.
Todo recuerdo del pasado pertenece ahora al olvido:
Al
día siguiente, sin embargo, todo había vuelto a su cauce y las
hermanas a sus secretos. Fue por fin al colegio. No recordó más la
historia de las válvulas. Los tapones que guardaba en el cajón de
su pupitre le parecían inútiles, tan muertos como el primo, y
cuando en Navidad marchó la familia a Salamanca, quedaron olvidados,
como Rafael, como la prima Mercedes, como los días de libertad
pasados en Segovia.
Lo
único que le queda a Julio es el vacío, la inutilidad, el olvido.
Ese concienciar al personaje a partir de la muerte, la ducha fría de
realidad, es un elemento común a todos los miembros de la
generación. En El fulgor y la sangre,
Aldecoa termina la historia con la llegada de un cadáver a una casa
cuartel de la Guardia Civil en la que no ha ocurrido nada hasta
ahora. Uno de los niños, el mayor de todos, hijo de un guardia,
pasa, tras la contemplación del muerto, al mundo de los adultos. En
El cuarto de atrás,
la protagonista se enfrenta a la realidad después de contemplar a su
padre mirar absorto los restos de su Pontiac negro último modelo.
Porque la pérdida, el poco tener y menos esperar, el porvenir que no
acaba de llegar, son todos constantes de este joven y genial grupo de
escritores, y en todos ellos, quien más, quien menos, aparece esa
extrañeza kafkiana ante una realidad que lo aliena a uno, que lo
asfixia lentamente, en la que no queda lugar para los juegos
infantiles. La crueldad de la vida siempre acecha.
(Edición
utilizada: Josefina R. Aldecoa (ed.), Los niños de la
guerra. Selección, prólogo, semblanzas, biografías y comentarios
de Josefina Rodríguez Aldecoa,
Madrid, Anaya, 1983)
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