domingo, 27 de octubre de 2013

El quijotismo del Pijoaparte: Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé


Manolo Reyes, el Pijoaparte, es un ratero del Carmelo que malvive robando motos y dando algún tirón de bolso de vez en cuando; es un golfo irritable y malhumorado con una potente necesidad de demostrar su dureza de carácter a cualquiera que se cruce en su camino. Manolo Reyes, el Pijoaparte, protagonista de Últimas tardes con Teresa, de Juan Marsé, tiene un noviazgo de clandestina sexualidad y romanticismo pobre, aturdido, diluido, con Maruja, la sirvienta de los Serrat, padres de Teresa, una joven universitaria, burguesa, de esa izquierda lacia y casi impostada que coquetea con los ideales vacíos y las consignas estúpidas. Manolo y Teresa, después de que Maruja tenga un accidente que la deja en coma, comienzan una relación revestida de un romanticismo idealizado e ignorante que arrastrará al Pijoaparte a una caída estrepitosa.

La prosa de Juan Marsé es fascinante. La arquitectura de la novela, aun no siendo tan elaborada como en la posterior Si te dicen que caí, nos deja asombrados en más de una ocasión. La ironía es inteligente, muy cuidada, y le sirve al escritor para arremeter contra todos los personajes de la obra y el mundo que los rodea con una sutileza que nos obliga a leer atentamente entre líneas; de ahí que sea capaz de imitar el estilo de las novelas sentimentales en los momentos románticos entre Manolo y Teresa y nos demos cuenta de que, aunque parezca que va en serio, la situación es de alguna forma risible. Pero no voy a detenerme en estas cuestiones técnicas.

El Pijoaparte es un Quijote de barrio bajo, de arrabal. Ya de niño, cuando conoce a los Moreau, familia francesa con roulotte de vacaciones en Ronda, su imaginación lo lleva por los caminos de la fantasía; esa fantasía, al ponerse en marcha, provoca que la mente de Manolo invente una serie de acontecimientos, una película de cómo podría ser el futuro, una ficción que no llegará a desarrollarse nunca. El Pijoaparte imagina ser un caballero, un héroe, que salva a la chica y la devuelve a su padre sana y salva y que, como héroe que es, recibe como recompensa el amor de la joven. Desgraciadamente para él, eso es sólo el juego loco de su mente exaltada; el Pijoaparte es un chorizo, un muerto de hambre, y lo único que sacará de su imaginación es la caída en un bucle del que no podrá salir.

Quijotismo también lo vemos en Teresa Serrat y en sus compañeros de universidad, los niños bien que juegan a las revoluciones, a la radical clandestinidad; pero su quijotismo es diferente al de Manolo: no nace de un fantasioso torrente mental sino de una abúlica ignorancia, un aburrimiento de clase alta, una pueril rebeldía contra el propio origen que se esfumará con la edad adulta o con la autodestrucción, como ocurrirá al impotente Luis Trías, que pasará de héroe revolucionario a alcohólico acabado en dos tristes años. Sin embargo, pronto aprenderemos que su punto de vista reivindicativo, sus protestas, sus manifestaciones y sus lecturas subversivas responden a una juvenil necesidad sexual y a una actividad hormonal que confunde el apetito del coito con la lucha de clases. La mirada crítica de Juan Marsé se centra especialmente en este mundillo estudiantil, lo que causó que, en su época y mucho después, la crítica creyese que el tema principal de la novela es el ataque a la alta burguesía catalana; que sí, existe, pero no es ni de lejos la intención principal del novelista, por mucho que nos diga de ellos que son unos «señoritos de mierda».

El juego está en el choque entre los dos mundos generado por la errónea percepción de la realidad del otro que tienen Manolo y Teresa. En este tema, eje central del libro, Marsé puede desplegar sus armas: crítica, sátira, ironía, y magistral labor arquitectónica y estructural. El trabajo formal, decía arriba, es envidiable. Cómo perciben los dos protagonistas el mundo, cómo razonan, cómo piensan, cómo se relacionan entre ellos, ahí está la gran labor de Marsé. Para el Pijoaparte, el mundo de Teresa, de la burguesía, es la salvación a su malvivir cotidiano, es su oportunidad de medrar; para Teresa, que cree que Manolo es un obrero, un trabajador, los ideales proletarios que ha aprendido en algún libro —recordemos: quijotismo— le harán concebir la figura del Pijoaparte como un héroe de la clase baja.

En esta confusión, Manolo está condenado de antemano. Como decíamos, no sabrá salir del lío en el que se mete porque ni siquiera sabrá que se ha metido en un lío. Hasta el último momento, cuando Maruja ya ha muerto, creerá que va a conseguir ascender en la pirámide social. Al morir la sirvienta, el padre de Teresa, que sospecha que hay una relación entre su hija y el joven del Carmelo, los separa. Desesperado, roba una moto para ir en busca de Teresa y, mientras conduce a toda velocidad, esquivando vehículos y recibiendo los insultos y los gritos de los demás conductores, su imaginación se pone en marcha y nos convertimos en espectadores de la realidad que el Pijoaparte desea para él y para Teresa cuando esté junto a ella pero que jamás podrá ser:

Sería todo igual a siempre excepto el rumor del mar (creciendo, amenazante). Avanzaría sigilosamente bajo los grandes eucaliptos del jardín, pisaría el lecho de hojas junto a la red metálica de la pista de tenis, se acercaría a la pared cubierta de hiedra, al pie de la terraza. Primer temblor orgiástico en las manos (tranquilo, chaval) al tantear la frondosa y esmaltada catarata verde bañada por la luna, las hojas frías y húmedas de la hiedra, mientras buscaba en su interior el oculto canalón y algún tallo lo bastante grueso para ayudarse a subir. […] Un parasol, una mesita y dos hamacas (una roja, la otra amarilla) bostezando frente a los cabrilleos del mar. La luna se deslizó con él, a su lado, ayudándole a abrirse paso a través de una insólita constelación de amenazas e insultos (rostros indignados y asombrados que se asomaban todavía a las ventanillas de los coches vociferando) mientras avanzaba hacia la puerta de cristales con celosías blancas del cuarto de Teresa. […] Empujó el cristal, que al ceder recogió parte de la terraza con las dos hamacas (¿por qué reflejaba también un lejanísimo faro de motocicleta?). […] y entonces Manolo cogió delicadamente esa mano entre las suyas al tiempo que hincaba la rodilla junto al lecho y una luz le cegaba (lo mismo que ante el segundo frenazo del maldito Seat, antes de llegar al puente, él fuera de la carretera y con el paso cerrado, la Ducati intacta —loado sea Dios— y en la ventanilla los rostros descompuestos del perro lobo, del tío y de la sobrina, en cuyas hermosas rodillas aún descansaba la mano peluda). Esto le hizo pensar que no debía andarse con chiquitas y desnudarse y meterese en la cama y abrazar a Teresa...

En esta fantasía pijoapartesca utiliza el narrador el condicional y el imperfecto de indicativo igual que hacen los niños cuando juegan a ser personas que no son; porque, no olvidemos, la imaginación de Manolo es infantil ya que la arrastra desde su encuentro con la hija de los Moreau. Al principio aún nos llegan las fugaces percepciones de lo que está ocurriendo en la carretera —ese rumor del mar amenazante es, como descubriremos, el sonido de las motocicletas de dos policías que se acercan a él—, pero poco a poco irán desapareciendo hasta que sólo quede lo que sucede en la mente del Pijoaparte. Después de este pasaje, sin llegar a acabar la película proyectada en el cerebro de Manolo, pasamos bruscamente a la realidad, con dos policías pidiéndole la documentación al ladrón de motocicletas. No ha podido llegar a Teresa y acabará en la cárcel. Cuando salga encontrará a Luis, ahora alcoholizado, y se enterará de que Teresa acabó por satisfacer su deseo sexual, perdiendo la virginidad que era la fuente de su impulso revolucionario, y se ha olvidado de él. Porque Manolo Reyes, el Pijoaparte, el Quijote del Carmelo, no puede, como el caballero manchego, vencer al prosaísmo de la realidad.

Como curiosidad, la escena que he citado me recordó muchísimo a uno de los mejores momentos de Dos tontos muy tontos:




(Edición utilizada: Juan Marsé, Últimas tardes con Teresa, Barcelona, Debolsillo, 2002)

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