En Irse de casa,
de Carmen Martín Gaite, Amparo Miranda, exitosa diseñadora de ropa
que trabaja y vive en Nueva York, regresa a España, a la ciudad de
provincias donde vivió en su juventud, con el guión cinematográfico
que su hijo Jeremy, aspirante a cineasta, escribió. El cine,
recordemos, fue muy importante para los miembros de la generación de
Carmen Martín Gaite, y aquí no es únicamente un recurso
argumental; incide en la narración durante toda la obra, marcando el
ritmo, ordenando la estructura en planos y secuencias y moviendo el
objetivo de un lado para otro, de personaje en personaje. Lo que es
más, la propia profesión de Amparo también parece influir sobre la
estructura, ya que el conjunto de la novela es una tela compuesta con
muy diferentes (¿o no?) retales de vida, unidos con un hilo de
melancolía común a todos los personajes.
Cada
uno de los retales corresponde a la visión de un personaje. Aunque
Amparo es la protagonista, enseguida se convierte, como ocurre con
todos los demás, en observadora y, a la vez, observada. En cuanto
llega a la ciudad de provincia —cuyo nombre nunca llegamos a
conocer—, se diluye en el espacio y se convierte en una más. El
protagonista coral que tiene esta Irse de casa
otorga a la obra un multiperspectivismo que la aleja del realismo más
tradicional —y mejor será no preguntarnos aquí qué podemos
entender por «realismo», porque no nos aclararíamos—. No
interesa a Martín Gaite hacer una descripción de unos espacios, de
unos usos y costumbres; ni siquiera describe al coro de personajes,
sino que deja que, con sus acciones, sean ellos los que se definan
ante el lector. Eso es lo que importa: el constante fluir de unas
vidas, con sus miserias, sus remordimientos y sus sueños rotos. El
lector, que siempre ha de estar atento, tiene que recoger los
fragmentos y componer el fresco, reconstruir la vida humana que, bien
sea por exceso de uso o por total abandono, se ha resquebrajado y se
ha derramado por un espacio vacío, nostálgico y asfixiante.
Es
tan importante lo que ocurre en el interior de los personajes, lo que
piensan, lo que sienten, que el narrador se aparta constantemente
para dejar que sean ellos los que se expresen, dando lugar a una
mezcla de narración, monólogos interiores y diálogos,
contribuyendo a ese diluir de vida que es el atractivo principal de
la novela. Los personajes se relacionan por dentro y por fuera,
física y espiritualmente, y, pese a avanzar en diferentes
direcciones, o precisamente por eso, sus vidas se entrecruzan, no
pudiendo volver a separarse, unidas por un férreo vínculo que
desafía al tiempo y al espacio.
Es
necesario hablar del título de la obra. Todos los personajes se
hallan inmersos en una búsqueda personal de una nueva vida, y para
ello han de «irse de casa». Esto los conduce a la frustración y a
la desesperación puesto que nadie puede abandonar esa casa. Mientras
deambulan por la ciudad, todo cuanto les rodea activará los resortes
de la memoria, avivando recuerdos, pesares y remordimientos. El
porvenir no existe y el presente es una losa de infelicidad; por
consiguiente, el único alivio de Amparo y los demás es el olvido.
Desgraciadamente, pronto aprenderemos —los personajes y nosotros, los lectores—
que es necesario enfrentarse a los años que han quedado atrás; es
inútil darle la espalda al pasado. Amparo, la Amparo niña que se
asoma de vez en cuando en diversos pasajes del libro, es consciente
de que tiene que abandonar los recodos del pasado, las grietas de los
recuerdos. La vida es posible mientras ocurra junto a la de los
demás; no puede ser solamente el monólogo de un guión
cinematográfico. Fluimos todos como fluyen nuestras vidas:
desbordándonos, avanzando hacia los demás, y nadie puede escapar a
eso. Nunca llegamos a irnos de casa porque la casa está donde hay
vida, donde hay recuerdos.
(Edición
utilizada: Carmen Martín Gaite, Irse de casa,
Barcelona, Anagrama, 1998)
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